Maela lo miró con especial
sentimiento. Los ojos hablaban por sí solos, expresando amor y súplica.
—Bésame —pidió, entreabriendo
sus labios. Él la besó, con el pálpito abrasado en el dolor.
—En tus ojos veo mi cansancio; en tus abrazos, los míos; en tus besos contemplo mi corazón. ¿Por qué? —preguntó Graco—.
Mi vida no tiene sentido sin la tuya.
Las silenciosas lágrimas que
desbordaron sus ojos, no sólo rodaron por sus mejillas; también fueron
absorbidas por su carne, lacerando sus entrañas.
—Siempre te amaré; porque
fuiste el hombre que robó mi corazón —susurró Maela, haciendo acopio de
fuerzas. Su mano se alzó temblorosa buscando el rostro desencajado que tenía
delante, acariciándolo amorosamente. Su voz se debilitaba. Graco sintió un nudo
en la garganta, incapacitándole el habla. Las cuencas de sus ojos se llenaron,
nublándole la vista—. Sigue tu destino, y vive por los dos —añadió,
sobreponiéndose a su propio dolor.
Graco no respondió.
—No estarás tan solo como
crees… amor mío —musitó con esfuerzo. La falta de oxígeno, anegaba su garganta,
fatigándola.
—Te amo; lo hice en el mismo
instante en que te conocí. Desde entonces, no importa cuántos cientos o miles
de rostros se cruzaran en mi camino, siempre busqué el mismo, y nunca lo hallé
—confesó Graco.
Maela respiró con dificultad,
y sus ojos se cerraron, quedando traspuesta.
—No me dejes —suplicó él,
rompiéndose en mil pedazos por dentro.
Transcurridos unos tensos
instantes, ella entreabrió de nuevo sus ojos, ahora tintados de un azul frío,
como un velo cubriendo la vida.
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