sábado, 24 de agosto de 2013

Leer capítulo gratis de "La sonrisa del chacal"


I

CORAZONES Y SOMBRAS




 La luz del faro horadaba las tinieblas de la noche en busca de navíos a los que guiar hacia la seguridad de sus puertos, de igual manera en la que él andaba a la caza de una solitaria presa a la que arrebatar algo más que la propia vida.
En aquellas horas tardías deambulaba sin rumbo fijo recorriendo las callejuelas más ensombrecidas del Barrio Real, perdido entre conjeturas que su instinto debía satisfacer. A pesar de lo avanzado de la noche, el trasiego en la zona portuaria se precipitaba todavía con notable frenesí sobre el nutrido grupo de embarcaciones posadas en las calmadas aguas de la bahía, iluminada a esas horas por las múltiples antorchas y farolillos, que reflejaban su dorado matiz en las aguas, como estrellas áureas sobre un inquieto firmamento.
La gran muralla apenas servía de contención, en aquella parte de la ciudad, al bullicio generado por la profusa actividad comercial del puerto, siempre atestado de navíos procedentes de los más variopintos lugares del Mediterráneo. Pero, a excepción de la febril actividad en los muelles, el resto de la ciudad dormitaba bajo la atenta mirada de los vigías apostados a lo largo del perímetro amurallado, y en la mayoría de los edificios públicos. Era una población bien guardada, donde se hacía un uso excepcional de la seguridad, en vías de proteger el gran patrimonio cultural que se escondía tras sus muros, impregnados de sabiduría, y largamente hollados por insignes hombres en todas las ramas del saber humano.
Al pie de la muralla norte, contemplaba a las luciérnagas humanas, reflexionando sobre su posible víctima. Podría terminar fácilmente con alguno de los hombres apostados, pero prefería juguetear con el destino. Aguardaría a uno de aquellos disciplinados insectos. Dentro de poco las bodegas estarían repletas y la mayoría de los hombres regresarían a sus casas, recorriendo las solitarias cuadrículas. Sería ése un buen momento. ¿Quién sería el elegido de los dioses para ser la víctima propiciatoria? Cruel es, a menudo, el camino que siguen nuestros pasos. Pero, tal cual las estrellas iluminan los cielos, aquella misma noche uno de aquellos hombres exhalaría el último suspiro entre sus manos. Implacable era su instinto, donde se aunaban razón y necesidad, e inigualables sus características y habilidad, las cuales proveían el grado de eficiencia necesario para acometer sus oscuros propósitos.
Era algo más que un calculado proyecto. Había un profundo odio que corroía sus entrañas y que necesitaba de forma apremiante conjugar con su plan. Deseaba, con cada partícula de su ser, aplastar, despedazar, aniquilar a todos aquellos personajillos estúpidos, crueles e hipócritas, que pululaban a su alrededor. Su mente urdía con velocidad los pormenores, y pensó, que tal vez, la carne de un hebreo serviría mejor a sus propósitos.
Uno de los vigías que patrullaban por la muralla se le acercó lo suficiente como para comprobar que no había nada que temer del intruso. Lo saludó con una pequeña reverencia, prosiguiendo su queda caminata hacia el extremo de la torre norte. Abajo, las tareas de aprovisionamiento de las naves parecían remitir, así que era hora de dirigirse con paso presto hacia el barrio judío. Se deslizó como un susurro entre las dormidas calles, como una sombra encapuchada proyectándose en las silenciosas fachadas. Una vez alcanzado el linde de la barriada, aguardó impacientemente el paso de los hombres. La fría luz nocturna apenas hacía notar su presencia. Miró la luna creciente, fascinado por su aura blanquecina, sintiendo esa atracción que jalaba de su interior incitándolo a desnudar el alma. Cualquiera que se hubiera atrevido a ver su rostro, de haberlo visto en ese instante, hubiera recalado de inmediato en la diminuta esfera reflejada en sus prominentes órbitas oculares, que restituía el pozo sin fondo de su iris por la imagen sin mácula del satélite. Ahogó en su garganta el rugido, el grito que pujaba por salir de sus adentros, espirando el aire entre sus apretados dientes. En ese preciso momento, su buen olfato y aguzados oídos le rescataron de la profunda abstracción, advirtiéndole de unos débiles pasos en la lejanía.


Los dos hombres parecían charlar animadamente, sin considerar que el eco de sus voces pudiera importunar el sueño de sus vecinos en aquellas horas de la noche. Su andar era decidido, por lo que no debía tratarse de marinos o estibadores, a buen seguro de pesado caminar producto de la fatiga, sino más bien de avaros especuladores, ricos comerciantes o ambiciosos armadores.
—A ciencia cierta, Aaron, que tenemos francas posibilidades de ampliar nuestro comercio en la India. Es por ello que lamento la postura de mi padre, tan extremadamente riguroso con las tradiciones.
—Pero debes entender que tu padre lucha por mantener los ideales de nuestro pueblo, y ello le hace ser comedido.
—Entiendo la postura, aunque no la comparto plenamente. Tú ya sabes que la práctica del ideal esenio no conduce al progreso —replicó el joven.
—Es una lástima que no corran los tiempos de Evil-Merodach. La vida era entonces más generosa con los de nuestra raza —rememoró sentidamente el hombre de mayor edad, cuyas facciones moderadas se antojaban dilatadas, a causa de los contraluces.
—Los tiempos cambian. Y debemos adaptarnos, si queremos sobrevivir y evolucionar. Permanecer en esa cerrazón no sólo nos aísla, sino que nos priva de la capacidad de emanciparnos y ocupar el lugar que nos pertenece.
—Ya sabes que la Diáspora no mira con buenos ojos ese pensar tuyo.
—Lo sé muy bien.
—Comprendo el punto vista, pero, en verdad, es harto difícil hallar el equilibrio.
—Tal y como lo veo, no va a poder evitarse la confrontación interna, pues entre los nuestros ya son muchos los que bogan por el progreso —explicó el joven, interrumpiendo su caminar. Sus vivaces ojos negros miraron directamente a los de su acompañante, en tanto el dedo índice de su mano diestra parecía querer recalcar las palabras—. Mira, Aaron, cerrarse al mundo no conduce a nada provechoso. Los demás pueblos nos miran con ojos recelosos, dado que no aceptamos integrarnos, permaneciendo como extraños en sus tierras, a las que pretendemos atar, despojándolas de sus riquezas.
—Pero estas tierras son tan nuestras como las de ellos. Nuestro caminar por ellas se remonta a épocas en las que siquiera el gran Alejandro podía intuir.
—Da igual la mesura del tiempo. Al igual que ellos, somos extranjeros en estas tierras. La condición nunca es olvidada. Unos vinimos a la fuerza y otros por nuestro propio pie. Pero no invalida el hecho, Aaron.
—Pesarosa es la labor que recae en nuestros mayores, intentando adaptarse sin perder la identidad.
—Nuestras raíces no tienen por qué verse afectadas, al menos de forma notable. Se trata de extraer lo mejor de otros pueblos, utilizándolo en nuestro provecho de manera armónica y sutil. Tengo miedo de que la inflexibilidad que nos caracteriza nos provea a la larga de terribles infortunios. Creo, sinceramente, que debemos evolucionar con el resto del mundo y no quedarnos atrás, pertrechados en nuestras prietas tradiciones.
Las pisadas sonaban huecas, acompañando la plática de los dos hombres. Una ligera brisa sopló del noreste, recorriendo las alineadas bifurcaciones, adentrándose en los delimitados corredores que formaban las calles.
—Mejor será que nos apresuremos si no queremos enfermar. Esta brisa es traicionera, Josías —aconsejó el hombre mayor, con un interés y afecto más allá del habido entre patrono y hombre asalariado.
—Las antiguas costumbres me importan, relativamente, en comparación con las raíces religiosas —continuó matizando.
—Pero, Aaron, una cosa lleva a la otra. A esa cultura que guardamos tan celosamente y tememos perder.
—En el fondo, los reformadores son buena gente, a pesar de ser unos paganos —dijo Aaron, quien se movía entre un mar de dudas—. De todas formas, no me gustaría contarte entre ellos.
—¿Puedes verlo? Esto es a lo que me refiero —expresó el joven, esbozando una radiante sonrisa—. Tu semblante y parecer rubrican la inflexibilidad de nuestra raza. ¿Por qué no podemos ser más condescendientes con las creencias de nuestros vecinos?
Siguieron conversando entre bromas, sin darse cuenta de las móviles sombras que se deslizaban tras su habla.
—En fin, sea como fuere —recapituló el joven, volviendo al tema inicial—, es una equivocación el que mi padre se niegue a importar el mejor acero de las tierras indias para su comercio con los griegos y romanos. Comprendo su enemistad hacia los itálicos, pero el buen negocio no ha de enturbiarse por cuestiones políticas, y menos aún, por diferencias culturales.
Mientras lamentaba los irreversibles designios de su padre, el joven se percató de que su buen amigo había detenido su andar, y desvió la mirada hacia el lugar que parecía despertar el interés de éste. No lo distinguió de inmediato, por lo que Aaron señaló con su índice el lugar de la calzada donde se proyectaba una sombra de alargados y familiares contornos.
—¡Es imposible! —afirmó el joven—. No existe aquí ninguna escultura u ornamentación que refleje tal imagen.
—Debe tratarse de un efecto caprichoso, o del cansancio que nubla ya nuestros sentidos. Pero, por nuestro amado hacedor, que bien parece la sombra del propio Anubis.
Aún no había terminado la frase, cuando la desapacible proyección cobró vida, agrandándose lentamente, surgiendo de entre las oscuridades más alejadas la silueta de la cual emanaba su espectro. La figura permaneció de pie y silenciosa en mitad del callejón, con la fría luz celeste a sus espaldas, mientras ellos se acercaban a ella cautelosamente, víctimas de una temerosa curiosidad; totalmente ensimismados con la aparición, cuyo magnetismo parecía jalar de ellos de forma inexorable. Cuando percibieron con más claridad sus facciones, quedaron estupefactos y aterrados; instantes en los que el extraño se abalanzó sobre ellos, cubriendo la distancia con tan sólo un par de zancadas. El hombre mayor cayó de inmediato bajo la figura, y quedó inmóvil tras el violento golpe, mientras el joven se hizo atrás, sintiendo en sus carnes el rápido zarpazo del agresor. Apenas notó dolor, pero sí cómo las fuerzas le abandonaban, entre tanto sus ropas se humedecían de cintura para abajo. Malherido, volvió sobre sus pasos, intentando pedir socorro, pero piernas y garganta le negaban su función. Una mano poderosa se posó sobre su hombro, volteándolo con fuerza, lanzándolo contra los ensombrecidos muros de una de las casas. El golpe le nubló la vista, dejándole apenas el tiempo suficiente para percibir el brillo de los enormes y negros ojos que se aprestaban hacia su rostro. Acto seguido, los problemas mundanos del joven se desvanecieron para siempre en el silencio de la noche.


El amanecer del nuevo día trajo hasta las vidas de la tranquila comunidad algo más que la cotidiana efervescencia cultural y comercial de la que hacía gala la afamada villa. Puesto que la actividad de la comunidad judía poco tenía que ver con los trabajos nocturnos en la bahía, los cadáveres fueron descubiertos al alba por sus conciudadanos. El revuelo pronto alcanzó niveles exorbitantes, liderado por Ishmerai, padre del joven e influyente hombre de negocios, cuya irreparable pérdida, lejos de achacarla a los designios de su dios, deseaba lavarla con la sangre de sus asesinos griegos.
Entrada la mañana, y a expensas de sus consejeros, el mismísimo faraón, Tolomeo VIII, tuvo que intervenir para calmar los exaltados ánimos de uno y otro bando, que amenazaban con estallar en una revuelta de sangrientas proporciones a causa de la tensa rivalidad creciente entre las dos comunidades. Cuando la situación parecía insostenible sin el empleo de las armas, un golpe de suerte libró al monarca de tan delicado compromiso, al entrar en lid el vital testimonio de un testigo, el cual, a pesar de las distancias y la escasa visibilidad, aseguraba haber visto al propio Anubis atacar a los hombres. Aquella afirmación calmó momentáneamente las febriles ansias de venganza; aunque no se tardó mucho en acusar al desdichado testigo de ser un judío comprado por los griegos para desviar la atención; con lo cual, los más violentos intentaron colgar al pobre. Entre tanto, la pequeña comunidad egipcia se alzaba ante la grave difamación, al achacar tan horrendo crimen a uno de sus dioses primordiales. Los egipcios, soliviantados, pedían ahora, igualmente, la cabeza del blasfemo.
Para terminar de agravar, más si cabe, la delicada situación, presentaron ante el rey los cuerpos, a quienes se les había arrancado el corazón y desgarrado las carnes de forma atroz. Así fue cómo el foco de atención entre ambos contendientes cambió temporalmente de rumbo para dar cabida a un tercero, pues quizás los egipcios estuviesen urdiendo ladinamente un plan para recuperar sus tierras. Siendo su posición y número desventajoso ante las fuerzas imperantes en la ciudad, tal vez si conseguían un enfrentamiento entre ambas, lograrían su propósito. Los gritos cargados de reproches, acusaciones, y viejos resentimientos, surgieron de las bocas del gentío, ahora congregado en los jardines del Palacio Real.
En momentos como los que se vivían en aquellos instantes, el gran Tolomeo sabía por experiencia que las ancestrales ofrendas humanas a los dioses debían de llevarse a cabo sin dilación alguna; por consiguiente, no dudó en sacrificar al impuro ante la sedienta muchedumbre. Al fin y al cabo, todos arremetían contra el pobre infeliz. El reo fue conducido ante las amplias escalinatas de palacio y su cabeza cercenada por el certero golpe de espada de uno de los soldados. Aprovechado el efecto, el monarca prometió a sus enmudecidos súbditos que no cejaría hasta descubrir la autoría de tan abominables crímenes, y que sus autores sufrirían los más inimaginables tormentos, antes de que dejara escapar sus miserables vidas. Politizó bien el suceso, con una impecable retórica y un mejor dominio de la más pura demagogia. Se mostró locuaz y brillante, y la fanática congregación se disolvió con la promesa dada y ejemplarizada. Una promesa que requeriría de todo el buen hacer de Tolomeo, conocedor del terreno resbaladizo por el que discurrían en aquellos tiempos, debido a las diferencias internas entre las culturas. Ante todo, debía evitar a toda costa una revuelta civil que pudiera dar fin a su reinado. No podía permitir tales acontecimientos; por lo que el tiempo era de vital importancia. A buen seguro, los criminales proseguirían con sus nefandos propósitos; así que debería trazar cuanto antes un plan de vigilancia que alcanzara todo el perímetro de la ciudad. Evitaría las recompensas, puesto que servirían para fomentar las acusaciones. Reuniría a los consejeros reales y haría traer cuanto antes a las mejores mentes de la ciudad para que aportaran sus puntos de vista, aplicando su especial conocimiento al servicio de tan noble y cívica causa. Y por supuesto, confiaría a Cleopatra, su sobrina y joven esposa, la tarea de coordinación entre la elite popular y la Casa Real. Como mujer, la reina ostentaba la belleza y la delicadeza necesaria para tal cometido, y su inteligencia y posición afectarían los ánimos de los insurrectos, aquietando a sus líderes.
Subió los peldaños de palacio con la mente puesta en sus objetivos, eludiendo todo temor que pudiera empañar sus razonamientos, pensando ya en nuevas soluciones para afrontar otras posibles contingencias, entre las que se contaba su hermana, la gran Cleopatra.


Nicomedes de Alejandría, el gran bibliotecario, tomaba apuntes de los inquietantes incidentes que asolaban por vez primera a la ciudad. Catalogaba sus fuentes, ya fueran alumnos o maestros, gentes ilustres o simples obreros, nobles o plebeyos, y las compendiaba, documentando concienzudamente aquel caso extraño y espeluznante. Conforme las semanas pasaban, la situación se hacía más y más insostenible. Nuevos asesinatos se habían llevado a cabo en el transcurso de las mismas, aunque las víctimas pertenecían a diferentes gremios y razas, y sus cuerpos mutilados aparecieron diseminados por la ciudad, indistintamente.
Los disturbios no se hicieron esperar, y una lucha encarnizada se entabló entre los distritos de la urbe, los cuales se culpabilizaban entre sí, viendo en cada crimen, una repuesta al anterior, llevado a cabo por la comunidad ofendida. Para terminar de agravar más la situación, la estrecha vigilancia a la que se sometió a toda la ciudad había fracasado estrepitosamente. Como consecuencia, se le achacaba al monarca tanto de incompetente, como de salvaguardar los mayores intereses de los griegos. La respuesta fue como cabía esperar, y el rey hubo de utilizar la fuerza para acallar a los más sublevados, ejerciendo cierta crudeza con los castigos impuestos, lo que no favorecía al ya enrarecido ambiente causado por las disensiones políticas, que amenazaban con una cruenta guerra civil entre Tolomeo y su hermana.
No faltó el ajusticiamiento de inocentes a manos de una muchedumbre sedienta de sangre, y el sutil hacer de los astutos, quienes aprovecharon los acontecimientos para instigar a las masas en beneficio propio. Poco a poco, la ciudad entera parecía haber perdido el juicio. Entonces sucedió lo impensable: cuando todo parecía saltar por los aires, los crímenes cesaron.
En el transcurso de las siguientes semanas las gentes parecieron recuperar la cordura. Los desmanes cometidos contra los egipcios tocaron a su fin. No hubo más ensañamientos contra las imágenes de Anubis —la mayoría boicoteadas por fanáticos cinceles—, cesando todo empeño por echar a pique el gran obelisco de Ramsés II. Lentamente, fue surgiendo la idea de que alguno de los distritos había dado, personalmente, caza y muerte al asesino, por temor a peores represalias. Pero cuando la conciencia colectiva se relajó, de improviso, al cabo de treinta días, la cruda realidad golpeó demoledoramente la psique de los ciudadanos, cuando, una vez más, apareció el cuerpo descorazonado de un soldado en el muro sur.
Aquel nuevo brote cambió la mentalidad de la mayoría, que comenzó a perder el empuje de la enemistad para sustituirlo por el miedo. Ahora eran los soldados los agredidos, y al no haber distinciones, el sentido de protección se vino abajo. No obstante, el bibliotecario sabía que tan sólo era una cuestión de tiempo que el león despertara. Estaban al borde del precipicio, a tan sólo dos pasos de una cruenta guerra que amenazaba con la destrucción de la ciudad. Y es sabido que las guerras raciales esconden la semilla de la devastación, sin importar qué y a quiénes alcanza. Y su acción destructora largamente es llorada tras la tragedia.
El temor implantado entre la población se amplificó considerablemente, causando un efecto mayor que el del odio ancestral y vengativo. Las palabras y la coherencia parecían haber abandonado el lugar, como preciosas mercaderías sobre ágiles embarcaciones. Todo el mundo desconfiaba y denotaba la tensión acumulada. El nivel de alumnos en el Museion había menguado, dejando la mayoría de las clases con apenas un mínimo de concurrencia. Muchos habían regresado a sus lugares de procedencia y otros no podían concentrarse lo requerido para el buen aprovechamiento de los estudios. El talento parecía abandonar a sus dueños, y la Gran Biblioteca permanecía la mayoría de las veces semivacía. No así los templos, cuyo aforo se había triplicado.
Una gran parte de la población estaba en la creencia de que el dios Anubis había bajado hasta los mortales para arrebatar su alma pecadora, o al menos de que algo no humano estaba detrás de las muertes. Rezaban e imploraban a sus diferentes dioses misericordia y protección, formulando promesas y propuestas de arrepentimiento ante sus posibles malas acciones y jurando realizar importantes ofrendas en los santuarios. Algunos otros preferían la teoría del complot, aunque su minado poder no les otorgaba ya la capacidad de protesta adecuada a sus fines. Y una minoría abogaba por la hipótesis de un loco y despiadado asesino, sin más explicación en su proceder que la satisfacción del propio instinto.
Conforme Nicomedes revisaba la documentación, cobró forma en su mente la idea de que algo anómalo ocurría en verdad, algo fuera de lo común. Aunque no podía adscribirlo a ninguna de las teorías barajadas. Una realidad terrible y oscura se ocultaba a sus ojos, necesitándose de una mente, igualmente fuera de lo habitual, para resolver aquel misterio. Y, gracias a los dioses, él conocía a ese hombre sin par. No era precisamente un dechado de virtudes, pues su carácter irascible y sus opiniones ofensivas proveían a menudo un nudo de pequeños conflictos, pero era, indudablemente, el mejor de los de su especie.
Nicomedes sintió el peso del conflicto, el cual se adosaba a sus ya agotadas espaldas, las que necesitaban de un descanso a múltiples niveles. A sus sesenta y cuatro años comprendía que aún no había satisfecho muchos de sus más íntimos deseos, entre los cuales destacaba el moderar ciertas pasiones que no hacían bien a una mente como la suya. En este hecho, admiraba y envidiaba a su amigo Aristarco, por quien profesaba algo más que una venerada amistad. Lo que le dolía moralmente.
A pesar de las tendencias y del licencioso proceder de una sociedad sexualizada, y de estar felizmente casado con una buena mujer, su libido no parecía querer doblegarse a los impulsos de la sopesada razón y edad. Haciéndose eco de los justos pareceres de Aristarco, se decía a sí mismo que la cultura y el intelecto debía de mostrarse por encima de las pasiones. Pues, alguien atado a los caprichos de una voluptuosa naturaleza, difícilmente podría centrar el potencial de su mente, a fin de obtener el merecido reconocimiento personal y ajeno, en cualquiera de los cometidos en los que uno se hallara involucrado. Y el suyo era especialmente relevante.
Justo era reconocer que, en su día, hubo de engañarse ante la ímproba tarea de Gran Bibliotecario, no queriendo ver las otras facetas derivadas de tal cargo. De entre ellas, tal vez, la que más pesar le proporcionaba era el trasiego político en el que se veía continuamente inmerso, y que siempre procuraba vadear de la mejor manera posible. Y luego estaba Fiscón, el decadente Tolomeo, cuyo comportamiento había condicionado al suyo, despertando lo que yacía dormido.
Recogió el expediente con calculada pulcritud, poniéndolo a buen recaudo, y se dirigió después hacia la habitación de suministros, donde escogió uno de sus mejores pergaminos, para regresar de nuevo al sótano, dispuesto a confeccionar el pequeño manuscrito. Rogó a los cielos que llegara prontamente a manos de su destinatario y contara con una respuesta favorable. Sus dedos agilizaron los trazos de la pluma, por cuyos estilizados surcos afloraba la estela intelectual de su artífice, paliada en aquellos instantes por el apremio.
Sería justo advertir que, tanto el bibliotecario, como el resto de los habitantes de Alejandría, envueltos en la felicidad de lo ignorado, no podían advertir el peligro que se cernía sobre ellos. Un peligro que comenzaba precisamente ahora, con paso firme, su mortal andadura.

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