I
CORAZONES Y SOMBRAS
La
luz del faro horadaba las tinieblas de la noche en busca de navíos a los que
guiar hacia la seguridad de sus puertos, de igual manera en la que él andaba a
la caza de una solitaria presa a la que arrebatar algo más que la propia vida.
En aquellas horas tardías deambulaba
sin rumbo fijo recorriendo las callejuelas más ensombrecidas del Barrio Real,
perdido entre conjeturas que su instinto debía satisfacer. A pesar de lo
avanzado de la noche, el trasiego en la zona portuaria se precipitaba todavía
con notable frenesí sobre el nutrido grupo de embarcaciones posadas en las
calmadas aguas de la bahía, iluminada a esas horas por las múltiples antorchas
y farolillos, que reflejaban su dorado matiz en las aguas, como estrellas
áureas sobre un inquieto firmamento.
La gran muralla apenas servía de
contención, en aquella parte de la ciudad, al bullicio generado por la profusa
actividad comercial del puerto, siempre atestado de navíos procedentes de los
más variopintos lugares del Mediterráneo. Pero, a excepción de la febril
actividad en los muelles, el resto de la ciudad dormitaba bajo la atenta mirada
de los vigías apostados a lo largo del perímetro amurallado, y en la mayoría de
los edificios públicos. Era una población bien guardada, donde se hacía un uso
excepcional de la seguridad, en vías de proteger el gran patrimonio cultural
que se escondía tras sus muros, impregnados de sabiduría, y largamente hollados
por insignes hombres en todas las ramas del saber humano.
Al pie de la muralla norte, contemplaba
a las luciérnagas humanas, reflexionando sobre su posible víctima. Podría
terminar fácilmente con alguno de los hombres apostados, pero prefería juguetear
con el destino. Aguardaría a uno de aquellos disciplinados insectos. Dentro de
poco las bodegas estarían repletas y la mayoría de los hombres regresarían a
sus casas, recorriendo las solitarias cuadrículas. Sería ése un buen momento.
¿Quién sería el elegido de los dioses para ser la víctima propiciatoria? Cruel
es, a menudo, el camino que siguen nuestros pasos. Pero, tal cual las estrellas
iluminan los cielos, aquella misma noche uno de aquellos hombres exhalaría el
último suspiro entre sus manos. Implacable era su instinto, donde se aunaban
razón y necesidad, e inigualables sus características y habilidad, las cuales
proveían el grado de eficiencia necesario para acometer sus oscuros propósitos.
Era algo más que un calculado proyecto.
Había un profundo odio que corroía sus entrañas y que necesitaba de forma
apremiante conjugar con su plan. Deseaba, con cada partícula de su ser,
aplastar, despedazar, aniquilar a todos aquellos personajillos estúpidos,
crueles e hipócritas, que pululaban a su alrededor. Su mente urdía con
velocidad los pormenores, y pensó, que tal vez, la carne de un hebreo serviría
mejor a sus propósitos.
Uno de los vigías que patrullaban por
la muralla se le acercó lo suficiente como para comprobar que no había nada que
temer del intruso. Lo saludó con una pequeña reverencia, prosiguiendo su queda
caminata hacia el extremo de la torre norte. Abajo, las tareas de
aprovisionamiento de las naves parecían remitir, así que era hora de dirigirse
con paso presto hacia el barrio judío. Se deslizó como un susurro entre las
dormidas calles, como una sombra encapuchada proyectándose en las silenciosas
fachadas. Una vez alcanzado el linde de la barriada, aguardó impacientemente el
paso de los hombres. La fría luz nocturna apenas hacía notar su presencia. Miró
la luna creciente, fascinado por su aura blanquecina, sintiendo esa atracción
que jalaba de su interior incitándolo a desnudar el alma. Cualquiera que se
hubiera atrevido a ver su rostro, de haberlo visto en ese instante, hubiera
recalado de inmediato en la diminuta esfera reflejada en sus prominentes
órbitas oculares, que restituía el pozo sin fondo de su iris por la imagen sin
mácula del satélite. Ahogó en su garganta el rugido, el grito que pujaba por
salir de sus adentros, espirando el aire entre sus apretados dientes. En ese
preciso momento, su buen olfato y aguzados oídos le rescataron de la profunda
abstracción, advirtiéndole de unos débiles pasos en la lejanía.
Los dos hombres parecían charlar
animadamente, sin considerar que el eco de sus voces pudiera importunar el
sueño de sus vecinos en aquellas horas de la noche. Su andar era
decidido, por lo que no debía tratarse de marinos o estibadores, a buen seguro
de pesado caminar producto de la fatiga, sino más bien de avaros especuladores,
ricos comerciantes o ambiciosos armadores.
—A ciencia cierta, Aaron, que tenemos
francas posibilidades de ampliar nuestro comercio en la India. Es por ello que
lamento la postura de mi padre, tan extremadamente riguroso con las
tradiciones.
—Pero debes entender que tu padre lucha
por mantener los ideales de nuestro pueblo, y ello le hace ser comedido.
—Entiendo la postura, aunque no la
comparto plenamente. Tú ya sabes que la práctica del ideal esenio no conduce al
progreso —replicó el joven.
—Es una lástima que no corran los
tiempos de Evil-Merodach. La vida era entonces más generosa con los de nuestra
raza —rememoró sentidamente el hombre de mayor edad, cuyas facciones moderadas
se antojaban dilatadas, a causa de los contraluces.
—Los tiempos cambian. Y debemos
adaptarnos, si queremos sobrevivir y evolucionar. Permanecer en esa cerrazón no
sólo nos aísla, sino que nos priva de la capacidad de emanciparnos y ocupar el
lugar que nos pertenece.
—Ya sabes que la Diáspora no mira con
buenos ojos ese pensar tuyo.
—Lo sé muy bien.
—Comprendo el punto vista, pero, en
verdad, es harto difícil hallar el equilibrio.
—Tal y como lo veo, no va a poder
evitarse la confrontación interna, pues entre los nuestros ya son muchos los
que bogan por el progreso —explicó el joven, interrumpiendo su caminar. Sus
vivaces ojos negros miraron directamente a los de su acompañante, en tanto el
dedo índice de su mano diestra parecía querer recalcar las palabras—. Mira,
Aaron, cerrarse al mundo no conduce a nada provechoso. Los demás pueblos nos
miran con ojos recelosos, dado que no aceptamos integrarnos, permaneciendo como
extraños en sus tierras, a las que pretendemos atar, despojándolas de sus
riquezas.
—Pero estas tierras son tan nuestras
como las de ellos. Nuestro caminar por ellas se remonta a épocas en las que
siquiera el gran Alejandro podía intuir.
—Da igual la mesura del tiempo. Al
igual que ellos, somos extranjeros en estas tierras. La condición nunca es
olvidada. Unos vinimos a la fuerza y otros por nuestro propio pie. Pero no
invalida el hecho, Aaron.
—Pesarosa es la labor que recae en
nuestros mayores, intentando adaptarse sin perder la identidad.
—Nuestras raíces no tienen por qué
verse afectadas, al menos de forma notable. Se trata de extraer lo mejor de
otros pueblos, utilizándolo en nuestro provecho de manera armónica y sutil.
Tengo miedo de que la inflexibilidad que nos caracteriza nos provea a la larga
de terribles infortunios. Creo, sinceramente, que debemos evolucionar con el
resto del mundo y no quedarnos atrás, pertrechados en nuestras prietas
tradiciones.
Las pisadas sonaban huecas, acompañando
la plática de los dos hombres. Una ligera brisa sopló del noreste, recorriendo
las alineadas bifurcaciones, adentrándose en los delimitados corredores que
formaban las calles.
—Mejor será que nos apresuremos si no
queremos enfermar. Esta brisa es traicionera, Josías —aconsejó el hombre mayor,
con un interés y afecto más allá del habido entre patrono y hombre asalariado.
—Las antiguas costumbres me importan,
relativamente, en comparación con las raíces religiosas —continuó matizando.
—Pero, Aaron, una cosa lleva a la otra.
A esa cultura que guardamos tan celosamente y tememos perder.
—En el fondo, los reformadores son
buena gente, a pesar de ser unos paganos —dijo Aaron, quien se movía entre un
mar de dudas—. De todas formas, no me gustaría contarte entre ellos.
—¿Puedes verlo? Esto es a lo que me
refiero —expresó el joven, esbozando una radiante sonrisa—. Tu semblante y
parecer rubrican la inflexibilidad de nuestra raza. ¿Por qué no podemos ser más
condescendientes con las creencias de nuestros vecinos?
Siguieron conversando entre bromas, sin
darse cuenta de las móviles sombras que se deslizaban tras su habla.
—En fin, sea como fuere —recapituló el
joven, volviendo al tema inicial—, es una equivocación el que mi padre se
niegue a importar el mejor acero de las tierras indias para su comercio con los
griegos y romanos. Comprendo su enemistad hacia los itálicos, pero el buen
negocio no ha de enturbiarse por cuestiones políticas, y menos aún, por
diferencias culturales.
Mientras lamentaba los irreversibles
designios de su padre, el joven se percató de que su buen amigo había detenido
su andar, y desvió la mirada hacia el lugar que parecía despertar el interés de
éste. No lo distinguió de inmediato, por lo que Aaron señaló con su índice el
lugar de la calzada donde se proyectaba una sombra de alargados y familiares
contornos.
—¡Es imposible! —afirmó el joven—. No
existe aquí ninguna escultura u ornamentación que refleje tal imagen.
—Debe tratarse de un efecto caprichoso,
o del cansancio que nubla ya nuestros sentidos. Pero, por nuestro amado
hacedor, que bien parece la sombra del propio Anubis.
Aún no había terminado la frase, cuando
la desapacible proyección cobró vida, agrandándose lentamente, surgiendo de
entre las oscuridades más alejadas la silueta de la cual emanaba su espectro.
La figura permaneció de pie y silenciosa en mitad del callejón, con la fría luz
celeste a sus espaldas, mientras ellos se acercaban a ella cautelosamente, víctimas
de una temerosa curiosidad; totalmente ensimismados con la aparición, cuyo
magnetismo parecía jalar de ellos de forma inexorable. Cuando percibieron con
más claridad sus facciones, quedaron estupefactos y aterrados; instantes en los
que el extraño se abalanzó sobre ellos, cubriendo la distancia con tan sólo un
par de zancadas. El hombre mayor cayó de inmediato bajo la figura, y quedó
inmóvil tras el violento golpe, mientras el joven se hizo atrás, sintiendo en
sus carnes el rápido zarpazo del agresor. Apenas notó dolor, pero sí cómo las
fuerzas le abandonaban, entre tanto sus ropas se humedecían de cintura para
abajo. Malherido, volvió sobre sus pasos, intentando pedir socorro, pero
piernas y garganta le negaban su función. Una mano poderosa se posó sobre su
hombro, volteándolo con fuerza, lanzándolo contra los ensombrecidos muros de
una de las casas. El golpe le nubló la vista, dejándole apenas el tiempo
suficiente para percibir el brillo de los enormes y negros ojos que se
aprestaban hacia su rostro. Acto seguido, los problemas mundanos del joven se
desvanecieron para siempre en el silencio de la noche.
El amanecer del nuevo día trajo hasta
las vidas de la tranquila comunidad algo más que la cotidiana efervescencia
cultural y comercial de la que hacía gala la afamada villa. Puesto que la
actividad de la comunidad judía poco tenía que ver con los trabajos nocturnos
en la bahía, los cadáveres fueron descubiertos al alba por sus conciudadanos.
El revuelo pronto alcanzó niveles exorbitantes, liderado por Ishmerai, padre
del joven e influyente hombre de negocios, cuya irreparable pérdida, lejos de
achacarla a los designios de su dios, deseaba lavarla con la sangre de sus
asesinos griegos.
Entrada la mañana, y a expensas de sus
consejeros, el mismísimo faraón, Tolomeo VIII, tuvo que intervenir para calmar
los exaltados ánimos de uno y otro bando, que amenazaban con estallar en una
revuelta de sangrientas proporciones a causa de la tensa rivalidad creciente
entre las dos comunidades. Cuando la situación parecía insostenible sin el
empleo de las armas, un golpe de suerte libró al monarca de tan delicado
compromiso, al entrar en lid el vital testimonio de un testigo, el cual, a
pesar de las distancias y la escasa visibilidad, aseguraba haber visto al
propio Anubis atacar a los hombres. Aquella afirmación calmó momentáneamente
las febriles ansias de venganza; aunque no se tardó mucho en acusar al
desdichado testigo de ser un judío comprado por los griegos para desviar la
atención; con lo cual, los más violentos intentaron colgar al pobre. Entre
tanto, la pequeña comunidad egipcia se alzaba ante la grave difamación, al
achacar tan horrendo crimen a uno de sus dioses primordiales. Los egipcios,
soliviantados, pedían ahora, igualmente, la cabeza del blasfemo.
Para terminar de agravar, más si cabe,
la delicada situación, presentaron ante el rey los cuerpos, a quienes se les
había arrancado el corazón y desgarrado las carnes de forma atroz. Así fue cómo
el foco de atención entre ambos contendientes cambió temporalmente de rumbo
para dar cabida a un tercero, pues quizás los egipcios estuviesen urdiendo
ladinamente un plan para recuperar sus tierras. Siendo su posición y número
desventajoso ante las fuerzas imperantes en la ciudad, tal vez si conseguían un
enfrentamiento entre ambas, lograrían su propósito. Los gritos cargados de
reproches, acusaciones, y viejos resentimientos, surgieron de las bocas del
gentío, ahora congregado en los jardines del Palacio Real.
En momentos como los que se vivían en
aquellos instantes, el gran Tolomeo sabía por experiencia que las ancestrales
ofrendas humanas a los dioses debían de llevarse a cabo sin dilación alguna;
por consiguiente, no dudó en sacrificar al impuro ante la sedienta muchedumbre.
Al fin y al cabo, todos arremetían contra el pobre infeliz. El reo fue
conducido ante las amplias escalinatas de palacio y su cabeza cercenada por el
certero golpe de espada de uno de los soldados. Aprovechado el efecto, el
monarca prometió a sus enmudecidos súbditos que no cejaría hasta descubrir la autoría
de tan abominables crímenes, y que sus autores sufrirían los más inimaginables
tormentos, antes de que dejara escapar sus miserables vidas. Politizó bien el
suceso, con una impecable retórica y un mejor dominio de la más pura demagogia.
Se mostró locuaz y brillante, y la fanática congregación se disolvió con la
promesa dada y ejemplarizada. Una promesa que requeriría de todo el buen hacer
de Tolomeo, conocedor del terreno resbaladizo por el que discurrían en aquellos
tiempos, debido a las diferencias internas entre las culturas. Ante todo, debía
evitar a toda costa una revuelta civil que pudiera dar fin a su reinado. No
podía permitir tales acontecimientos; por lo que el tiempo era de vital
importancia. A buen seguro, los criminales proseguirían con sus nefandos
propósitos; así que debería trazar cuanto antes un plan de vigilancia que
alcanzara todo el perímetro de la ciudad. Evitaría las recompensas, puesto que
servirían para fomentar las acusaciones. Reuniría a los consejeros reales y
haría traer cuanto antes a las mejores mentes de la ciudad para que aportaran
sus puntos de vista, aplicando su especial conocimiento al servicio de tan
noble y cívica causa. Y por supuesto, confiaría a Cleopatra, su sobrina y joven
esposa, la tarea de coordinación entre la elite popular y la
Casa Real. Como mujer, la
reina ostentaba la belleza y la delicadeza necesaria para tal cometido, y su
inteligencia y posición afectarían los ánimos de los insurrectos, aquietando a
sus líderes.
Subió los peldaños de palacio con la mente
puesta en sus objetivos, eludiendo todo temor que pudiera empañar sus
razonamientos, pensando ya en nuevas soluciones para afrontar otras posibles
contingencias, entre las que se contaba su hermana, la gran Cleopatra.
Nicomedes de Alejandría, el gran
bibliotecario, tomaba apuntes de los inquietantes incidentes que asolaban por
vez primera a la ciudad. Catalogaba sus fuentes, ya fueran alumnos o maestros,
gentes ilustres o simples obreros, nobles o plebeyos, y las compendiaba,
documentando concienzudamente aquel caso extraño y espeluznante. Conforme las
semanas pasaban, la situación se hacía más y más insostenible. Nuevos
asesinatos se habían llevado a cabo en el transcurso de las mismas, aunque las
víctimas pertenecían a diferentes gremios y razas, y sus cuerpos mutilados
aparecieron diseminados por la ciudad, indistintamente.
Los disturbios no se hicieron esperar,
y una lucha encarnizada se entabló entre los distritos de la urbe, los cuales
se culpabilizaban entre sí, viendo en cada crimen, una repuesta al anterior,
llevado a cabo por la comunidad ofendida. Para terminar de agravar más la
situación, la estrecha vigilancia a la que se sometió a toda la ciudad había
fracasado estrepitosamente. Como consecuencia, se le achacaba al monarca tanto
de incompetente, como de salvaguardar los mayores intereses de los griegos. La
respuesta fue como cabía esperar, y el rey hubo de utilizar la fuerza para
acallar a los más sublevados, ejerciendo cierta crudeza con los castigos
impuestos, lo que no favorecía al ya enrarecido ambiente causado por las
disensiones políticas, que amenazaban con una cruenta guerra civil entre
Tolomeo y su hermana.
No faltó el ajusticiamiento de
inocentes a manos de una muchedumbre sedienta de sangre, y el sutil hacer de
los astutos, quienes aprovecharon los acontecimientos para instigar a las masas
en beneficio propio. Poco a poco, la ciudad entera parecía haber perdido el
juicio. Entonces sucedió lo impensable: cuando todo parecía saltar por los
aires, los crímenes cesaron.
En el transcurso de las siguientes
semanas las gentes parecieron recuperar la cordura. Los desmanes cometidos
contra los egipcios tocaron a su fin. No hubo más ensañamientos contra las
imágenes de Anubis —la mayoría boicoteadas por fanáticos cinceles—, cesando
todo empeño por echar a pique el gran obelisco de Ramsés II. Lentamente, fue
surgiendo la idea de que alguno de los distritos había dado, personalmente,
caza y muerte al asesino, por temor a peores represalias. Pero cuando la
conciencia colectiva se relajó, de improviso, al cabo de treinta días, la cruda
realidad golpeó demoledoramente la psique de los ciudadanos, cuando, una vez
más, apareció el cuerpo descorazonado de un soldado en el muro sur.
Aquel nuevo brote cambió la mentalidad
de la mayoría, que comenzó a perder el empuje de la enemistad para sustituirlo
por el miedo. Ahora eran los soldados los agredidos, y al no haber
distinciones, el sentido de protección se vino abajo. No obstante, el
bibliotecario sabía que tan sólo era una cuestión de tiempo que el león
despertara. Estaban al borde del precipicio, a tan sólo dos pasos de una
cruenta guerra que amenazaba con la destrucción de la ciudad. Y es sabido que
las guerras raciales esconden la semilla de la devastación, sin importar qué y
a quiénes alcanza. Y su acción destructora largamente es llorada tras la
tragedia.
El temor implantado entre la población
se amplificó considerablemente, causando un efecto mayor que el del odio
ancestral y vengativo. Las palabras y la coherencia parecían haber abandonado
el lugar, como preciosas mercaderías sobre ágiles embarcaciones. Todo el mundo
desconfiaba y denotaba la tensión acumulada. El nivel de alumnos en el Museion
había menguado, dejando la mayoría de las clases con apenas un mínimo de
concurrencia. Muchos habían regresado a sus lugares de procedencia y otros no
podían concentrarse lo requerido para el buen aprovechamiento de los estudios.
El talento parecía abandonar a sus dueños, y la Gran Biblioteca permanecía la
mayoría de las veces semivacía. No así los templos, cuyo aforo se había
triplicado.
Una gran parte de la población estaba
en la creencia de que el dios Anubis había bajado hasta los mortales para
arrebatar su alma pecadora, o al menos de que algo no humano estaba detrás de
las muertes. Rezaban e imploraban a sus diferentes dioses misericordia y
protección, formulando promesas y propuestas de arrepentimiento ante sus
posibles malas acciones y jurando realizar importantes ofrendas en los
santuarios. Algunos otros preferían la teoría del complot, aunque su minado
poder no les otorgaba ya la capacidad de protesta adecuada a sus fines. Y una
minoría abogaba por la hipótesis de un loco y despiadado asesino, sin más
explicación en su proceder que la satisfacción del propio instinto.
Conforme Nicomedes revisaba la documentación,
cobró forma en su mente la idea de que algo anómalo ocurría en verdad, algo
fuera de lo común. Aunque no podía adscribirlo a ninguna de las teorías
barajadas. Una realidad terrible y oscura se ocultaba a sus ojos, necesitándose
de una mente, igualmente fuera de lo habitual, para resolver aquel misterio. Y,
gracias a los dioses, él conocía a ese hombre sin par. No era precisamente un
dechado de virtudes, pues su carácter irascible y sus opiniones ofensivas
proveían a menudo un nudo de pequeños conflictos, pero era, indudablemente, el
mejor de los de su especie.
Nicomedes sintió el peso del conflicto,
el cual se adosaba a sus ya agotadas espaldas, las que necesitaban de un
descanso a múltiples niveles. A sus sesenta y cuatro años comprendía que aún no
había satisfecho muchos de sus más íntimos deseos, entre los cuales destacaba
el moderar ciertas pasiones que no hacían bien a una mente como la suya. En este hecho,
admiraba y envidiaba a su amigo Aristarco, por quien profesaba algo más que una
venerada amistad. Lo que le dolía moralmente.
A pesar de las tendencias y del
licencioso proceder de una sociedad sexualizada, y de estar felizmente casado
con una buena mujer, su libido no parecía querer doblegarse a los impulsos de
la sopesada razón y edad. Haciéndose eco de los justos pareceres de Aristarco,
se decía a sí mismo que la cultura y el intelecto debía de mostrarse por encima
de las pasiones. Pues, alguien atado a los caprichos de una voluptuosa
naturaleza, difícilmente podría centrar el potencial de su mente, a fin de
obtener el merecido reconocimiento personal y ajeno, en cualquiera de los
cometidos en los que uno se hallara involucrado. Y el suyo era especialmente
relevante.
Justo era reconocer que, en su día,
hubo de engañarse ante la ímproba tarea de Gran Bibliotecario, no queriendo ver
las otras facetas derivadas de tal cargo. De entre ellas, tal vez, la que más
pesar le proporcionaba era el trasiego político en el que se veía continuamente
inmerso, y que siempre procuraba vadear de la mejor manera posible. Y luego
estaba Fiscón, el decadente Tolomeo, cuyo comportamiento había condicionado al
suyo, despertando lo que yacía dormido.
Recogió el expediente con calculada
pulcritud, poniéndolo a buen recaudo, y se dirigió después hacia la habitación de
suministros, donde escogió uno de sus mejores pergaminos, para regresar de
nuevo al sótano, dispuesto a confeccionar el pequeño manuscrito. Rogó a los
cielos que llegara prontamente a manos de su destinatario y contara con una
respuesta favorable. Sus dedos agilizaron los trazos de la pluma, por cuyos
estilizados surcos afloraba la estela intelectual de su artífice, paliada en
aquellos instantes por el apremio.
Sería justo advertir que, tanto
el bibliotecario, como el resto de los habitantes de Alejandría, envueltos en
la felicidad de lo ignorado, no podían advertir el peligro que se cernía sobre
ellos. Un peligro que comenzaba precisamente ahora, con paso firme, su mortal
andadura.
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