II
UNA SOMBRA EN LA NIEBLA
La noche se desperezaba
lentamente mostrando la escala de azules que precedían a los primeros destellos
de luz solar. Los vapores de la niebla matinal se desplazaban a lo largo del
valle arrastrándose sobre los campos y arboledas, rasgándose entre las copas de
los árboles y paciendo sobre las frías aguas de los ríos, como si de aguas
termales se tratase. En el aire viajaba una suave escarcha que tintaba el
paisaje con su blanquecino semblante. No hubo canto de ave alguna, puesto que
ya no existía ninguna en la ciudad. En realidad, los corrales estaban vacíos.
Como las despensas, como el estómago de Alucio, quien contemplaba desde la casa
el nacimiento del nuevo día. Sería más justo decir que veló el discurrir del
tiempo nocturno, muy apesadumbrado por las inclemencias a las que se veía
sometido junto a los suyos. No era hombre de condición medrosa; pero
aquella fría mañana hubo de realizar un gran esfuerzo para mover sus cansados
huesos y su agotado pensamiento. Las últimas jornadas habían sido más duras de
lo habitual, y nada hacía presagiar situaciones más halagüeñas. Todo lo
contrario, no era sino el principio de un fin anunciado.
Desde la llegada de Escipión el joven y su cohorte las
cosas habían ido de mal en peor. No se trataba de un militar cualquiera; sus laureles
acreditaban el singular carisma de una carrera plagada de triunfos. Tanto es
así, que el Senado romano había revocado ciertas leyes con la única finalidad
de colocar a su mejor general al frente de sus legiones, para acabar de una vez
por todas con el áspero problema. Y no se equivocaban, pues nada más puso pie
en la región, el cónsul mandó arrasar todas las cosechas, incluidas las de las
tierras vecinas. Los campos de cereales fueron talados, y recogido el grano con
el fin de aprovisionar al numeroso ejército, compuesto por más de sesenta mil
hombres. Al resto le prendió fuego. Después dio castigos ejemplares entre los
lugareños, demostrando el rigor de su propósito. Al igual que un animal,
parecía marcar su territorio con los rastros de sus acciones. Todo lo que
intentaron para contrarrestarlas y evitar el inminente asedio, fue inútil.
Frustrados ante un despliegue de tropas semejante, los numantinos asistieron
impotentes al levantamiento del colosal cerco entorno a la ciudad. Las
continuas escaramuzas de los suyos apenas surtieron efecto, siempre rechazados
por una ingente tropa disciplinada y bien pertrechada. Los arqueros romanos enviaban
constantes lluvias de flechas que cubrían los cielos con un manto gris y
atiplado, protegiendo a los obreros y arruinando cualquier intento de incursión.
Catapultas y scorpiones apoyaban a la férrea defensa, ocasionando serios daños y bajas entre los
moradores de la ciudad, los cuales parecían hormigas intentando agredir a un
poderoso titán, ahora reorganizado y mejor preparado. En otras muchas batallas
contra Roma los numantinos habían demostrado su suficiencia, aunando valor y dominio
en la guerra a campo abierto; pero el cónsul conocía bien el terreno que
pisaba. Había participado en las campañas llevadas a cabo en Hispania por Galba
y Lúculo, destacando en los duros enfrentamientos contra los celtíberos de la
Meseta. Militar brillante, aunaba disciplina y sensatez, por lo que Alucio
profesaba hacia una él una secreta admiración, producto quizás de su temprana formación
en el ambiente alejandrino. Ver al hombre que hay detrás del cometido, del
papel que le haya tocado representar en la vida, aunque éste viajara por
senderos opuestos al de uno, era para Alucio signo de inteligencia y humanidad.
Por desgracia, el vulgo daría buena cuenta de su persona si paladeara un ápice
de sus pensamientos, que ahora le llevaban hasta su querido amigo, al que había
escrito hacía ya largo tiempo sin obtener respuesta. Era evidente que no
existía garantía alguna de que sus escritos hubieran llegado a su destino. Los
portadores eran todos aquellos que intentaban la huída, existiendo serias dudas
sobre el logro de tan arriesgada empresa. No obstante, Alucio siempre prefirió
pensar que alguna de aquellas notas había alcanzado su objetivo.
Era un hecho demostrado que el sentido de la amistad
ostentado por Aristarco estaba fuera de toda duda, por muchas tribulaciones a
las que se viera sometido en el momento de ser requerida. Pudiera ser que
asuntos más importantes lo retuvieran, o que alguna contrariedad le impidiera
llegar, sin descartar que en aquellos tiempos se encontrara con algún asunto
importante entre las manos. Por otra parte, toda misiva de su buen amigo podía
haber caído en manos del enemigo, resultando inútil esperar unas letras suyas
que dieran explicación a su demora. Sin embargo, ahora se le antojaba a Alucio
que había cometido un gran error al llamar a su amigo. Muy capaz era el
insensato de adentrarse en aquella infeliz ratonera, en aras de la vieja
amistad, y movido por su malsana adicción al riesgo. Si algo podía achacársele
a Aristarco, era su petulancia; pero en modo alguno se le podría tildar de
cobarde. Al contrario, nunca rehuía la confrontación con la adversidad, como
medio de poner a prueba su intelecto.
Sólidos lazos los unían, más allá del tiempo y la
distancia, a pesar de ser ésta considerable. Se habían mantenido en contacto
con cierta asiduidad desde los años mozos, pues su amistad, a pesar de ser
parca en el tiempo, rebosó toda la intensidad de la tumultuosa juventud, cuando
ambos ansiaban conocimiento y aventura. Curiosamente, era en aquellos momentos
de calamitosa vicisitud, cuando Alucio más lo recordaba. Y es que la mente
siempre encuentra un resquicio en la adversidad para huir hacia los fértiles
páramos donde se encuentran los ayeres gozosos. ¡Cuánta más tristeza y
desolación habría de venir en los próximos meses! ¡Cuántas vidas sin futuro,
sin esperanza! Alucio temía lo peor, pues el inmenso despliegue de fuerzas y
arsenal vaticinaba muerte y destrucción inminentes. Era evidente que Roma
deseaba ejemplarizar con una acción que dejara fuera de toda duda su
apabullante hegemonía. Sus negros designios se cernían ya sobre la antigua
rival, siguiendo la estela de Cartago, convertida ya en polvo y cenizas por la misma
maquinaria destructora, por el mismo laureado general. Un destino poco
halagüeño el de los habitantes de Numancia. Con una perspectiva igualmente
desalentadora, Alucio preguntaba si viviría siquiera para ver la llegada de la
próxima estación.
El crudo invierno desplegaba su artificio por todo el
valle, helando cielos y ríos. Hombres y criaturas se guarecían en sus cubículos
y madrigueras de las inclemencias de la naturaleza, que desataba vientos y
nieve en medio de bajas temperaturas. Al rigor de la estación invernal se
sumaba la inconsistencia de la dieta y la escasez de los elementos primordiales
con los que hacerle frente. Esto hizo mella rápidamente en los más débiles,
usualmente ancianos y niños de corta edad. Como forma de paliar el intenso frío,
los habitantes solían hacinarse en el interior de las casas en grupos más
numerosos de lo habitual; no siendo extraño que convivieran cuatro o cinco
familias en una sola vivienda.
A pesar del abrigo que le proporcionaban las pieles de
su indumentaria, Alucio sintió que los huesos se le helaban. Esto le hizo
entrar en la casa con una idea fija en su mente: escribiría una nota a
Aristarco, pidiéndole que desistiera de todo empeño por socorrerlo. Habían
pasado cuatro meses desde que le escribiera, y llevaban seis de asedio; más que
suficiente para tomar nuevas decisiones. Aprovecharía el intento de salida de
Caraunios para hacerle llegar la nueva. ¿Cómo pudo implicarlo? ¿Qué insensato
impulso lo guió en tan desafortunada decisión?, se preguntó. Conforme se afianzaba
en su determinación, más apremiante se le hacía rectificar, viendo con absoluta
claridad que su alocada conducta podría costarle la vida a su amigo.
La dureza de los meses pasados le permitía ahora tomarse
las cosas con más calma, aunque sabía que, conforme la duración del asedio se
acentuara, tendría de nuevo una mayor presión sobre sus espaldas. Por este
motivo tomó tantas molestias, ya que de ningún modo deseaba que se repitiese la
experiencia de Cartago, donde un gran contingente de tropas tuvo que permanecer
parcialmente inactivo durante largo tiempo, originándole serios quebraderos de
cabeza.
La escarcha comenzó a condensarse y pronto la nieve
flotó en el aire. Dio gracias a su buen instinto por hacerle concebir los
campamentos de sólido hormigón. Antaño conoció la inhóspita región y la dureza
de su clima, así como también el arrojo de sus gentes. En cierta medida, dar
castigos a la población no era algo de su gusto, sobre todo porque en la mayor
parte de los casos se trataba de inocentes. Pero la experiencia le había
brindado la oportunidad de ver cómo actuaba un enemigo atemorizado; por esa
razón valía la pena desperdiciar algunas vidas, si con ello evitaba la pérdida
de muchas otras. Como no eran acciones de su agrado, solía encomendar el ominoso
cometido a su hermano, Quinto Fabio, quien gustaba más de la sangre. Ambos
mantenían una cordial relación, derivada más bien del linaje, puesto que la
acusada diferencia de caracteres los distanciaba íntimamente.
Aquella mañana era particularmente gris, fría y
melancólica. Densas capas de nubes habían cerrado el paso a los vespertinos
rayos solares. Los ruidos en el campamento se escuchaban sordos y cadenciosos
en extremo, careciendo del vigor habitual, que parecía haber sido sustituido
por la penuria y la apatía. No era momento de arengar a las huestes, ni tampoco
de realizar la inspección personal del cerco; al menos hasta que el temporal
amainara. A fin de cuentas, él también se sentía ciertamente abatido, así que
decidió escribir a Sempronia, entre tanto los copos de nieve se adueñaran del
ambiente. Esto le llevó entonces a una cuestión difícil, ya que Sempronia
esperaría recibir también noticias de su hermano. ¿Qué debería decirle pues
sobre Graco? No era cosa fácil, estando ahora el tribuno en una misión tan
arriesgada. Y sabía muy bien que su esposa expresaría su malestar de la forma
menos afortunada, de saber que su querido hermano se jugaba la vida en aquella
hora. Así pues, los problemas parecían adueñarse de todo, al igual que la
nieve. Tal vez fuera mejor idea sacarse la negatividad de encima, y arengar a
sus legiones en unos momentos como aquellos. El grande y alabado Publio
Cornelio Escipión podría infundirles entereza de ánimo, avivando el tímido y
alicaído espíritu. Pero, ¿quién impelería el suyo? Su mirada viajó de nuevo
hacia el día gris bañado por la nieve.
Conforme el día avanzaba, el aspecto del paisaje,
uniforme y sombrío, y techado de grisáceos nubarrones, fue tomando luz y color
cuando el sol destelló entre la densa atmósfera. La tormenta cesó y los áureos
rayos se esparcieron por doquier sobre lomas y terraplenes, formando intensos
claros aquí y allá, como si alguna deidad caprichosa iluminara indistintamente
el lugar. El hielo humeante brillaba con fuerza inusitada, esbozando iridiscentes
reflejos que cautivaron el ánimo de Alucio, encaramado a la balaustrada de
oriente.
El joven llegó corriendo hasta él, tomando una
bocanada de aire antes de hablar.
—¡Padre, el Consejo está reunido!
—Seca y árida es nuestra existencia, y estéril nuestra
descendencia. Escaso el tiempo —le contestó, con la mente puesta en profundos
pensamientos.
El muchacho se estremeció ante la grave actitud de su
progenitor, envuelta en un halo de tragedia y derrota. Estaba acostumbrado a
escuchar afirmaciones de parecida índole en boca de los mayores y ancianos,
pero para él sólo se trataba de otra batalla que sería librada en la forja de
la carne más templada: y hoy, como antaño, se demostraría una vez más que el
temple que caracterizaba a los de su raza era superior al de los romanos; no
importa cuántos de ellos se concentraran a los pies de la ciudad.
—¡Padre! —volvió a insistir.
—Sí, Letondón, hijo mío. Ya te sigo. —Alucio lo miró,
como sólo los ojos de un padre puede hacer: con callado sentir. Luego se detuvo
en cada uno de los rasgos de sus limpias facciones, como si los estuviera
contemplando por última vez.
—¿Te pasa algo, padre? —le preguntó el joven,
inquieto.
—Nada temas, hijo. No más de lo preciso. —contestó—.
Vayamos en busca de nuestro destino. No hagamos esperar más a la Asamblea.
—Nada debes temer padre. ¿Acaso crees que esta vez no
saldremos victoriosos del aprieto? —Letondón no esperaba que su padre adoptara
una de esas posturas faltas de vigor que tan poco bienestar dispensaba en la
moral de los combatientes.
—Hace falta algo más que valor, Letondón, para librar
una batalla y hacerse con la victoria. La mente exaltada y las tripas vacías no
son una buena combinación.
—Olvidas, padre, nuestra historia.
—No la olvido. Y sé que su faz es voluble y cambiante,
como los deseos de una mujer caprichosa. En ella yacen las gestas de los
imperios y las de los hombres que los construyeron, y en su útero las que los
sustituirán. —Alucio se expresaba con un tono de voz, mecido en lo más profundo
de su ser. Letondón pocas veces había escuchado a su padre conducirse de
aquélla manera.
—Lo siento, padre mío, pero no entiendo tus
pensamientos —confesó el valeroso muchacho.
—La balanza de la vida equilibra todo lo que en ella
es contenido. Nadie resulta siempre victorioso, ni nadie vencido
constantemente. Ambos hechos son moneda de cambio —le explicó Alucio a su hijo
con más claridad, presa de sentimientos encontrados, ya que una parte de su ser
prefería seguir viendo la inocencia en su joven rostro; sobre todo en los duros
y aciagos acontecimientos que les tocaba vivir. Letondón era uno de los muchos
jóvenes que se había visto abocado por las circunstancias a una madurez
temprana, pero aún así, faltaba de la experiencia propia que brinda la edad.
—Nosotros estamos en nuestra tierra y conocemos el
terreno que pisamos. Estamos acostumbrados a su dureza, como ellos nunca podrán
hacerlo —expuso el joven con gran convicción, ante el abatimiento de su padre y
mentor.
—Letondón, cada vez son más numerosos y se aclimatan
mejor. Nos superan ampliamente en número, armas y víveres. El estrecho cerco al
que nos han sometido resulta inexpugnable. Tan sólo tienen que esperar. Saben
que, tarde o temprano, nos debilitaremos por el hambre y las enfermedades.
Después será cosa hecha.
—¡No, si podemos impedirlo! Quizás Caraunios y los
suyos puedan atravesar el cerco y pedir ayuda. Parece que tienen un buen plan
de fuga, y espero que el Consejo lo apruebe —dijo el joven, recordándole a su
padre el motivo por el cual se requería su presencia cuanto antes.
—No tienes en cuenta un factor importante, hijo mío
—dijo con cierta desgana Alucio—. Quizás no quieran ayudarnos por temor a las
represalias.
—¡Padre! —exclamó Letondón, ofendido en su fuero
interno por tal afirmación—. ¿Quién no querría unirse a la noble causa de
rechazar al opresor romano?
—Todos aquellos que no desean ver perecer a sus
esposas e hijos, ni ver sus casas y tierras arrasadas. Aunque ahora no lo
contemples, Letondón, no siempre las grandes causas son las que tú crees. El
instinto de supervivencia es algo importante entre los hombres y no debemos
mancillarlo. —El joven quedó pensativo. Hombre inteligente, no le faltaba razón
a las palabras de su padre. Sabía que intentaba hacerle ver con claridad la
situación real a la que se enfrentaban, para actuar en consecuencia, sin falsos
juicios. Intentaba prepararlo para lo peor, y sintió que el corazón se le
llenaba de amor por él.
—Comprendo lo que me dices, padre, pero otras veces
les dimos su merecido a esos bastardos, y ahora no será diferente. Debemos
mantener nuestra mermada energía en alto. Por favor, no pierdas el ánimo —rogó
el muchacho.
—Es un sentimiento en mi persona ya desgastado por
tantos años de penurias y guerra —se lamentó Alucio—. A veces pienso que no
debí traerte a este mundo de odio y desolación, hijo mío.
—¡No digas eso, padre! Daría mil veces la vida por
compartir contigo el tiempo que llevamos juntos, aunque éste terminara con
demasiada prontitud —confesó ardientemente el joven—. Acepto con agrado la vida
que me ha tocado vivir, y agradezco la dicha de tenerle como padre.
Alucio abrazó a su hijo, emocionado. Sus dedos se
crisparon sobre él; no sólo en un acto de amor, sino también intentando
proteger lo que más amaba, sintiendo que, de alguna forma, se le escapaba entre
las manos. Alucio no pudo evitar unas tenues lágrimas, que enjugó en el hombro
del muchacho.
La casa del Consejo rebosaba gente en aquella
importante reunión. Ancianos y jóvenes debatieron el plan de Caraunios, que fue
sometido a un estricto examen por los jueces de ambos bandos. Caraunios explicó
punto por punto todos los detalles de la fuga, incluidos los hombres que le
acompañarían, caballería y armamento, así como lo concerniente al diseño de las
escaleras y rampas, fabricadas al efecto para sortear los fosos y vallas. La
concurrencia preguntó sobre las más variadas cuestiones, y al final se aprobó
el plan, acordando que la fecha propicia para llevarlo a cabo sería en los
comienzos de la próxima primavera.
Como viera que el Consejo daba por terminada la
reunión, sin mencionar el otro importante asunto que ensombrecía a la ciudad,
Alucio pidió la palabra repetidamente hasta que hizo oír su voz:
—¿Nadie va a discutir sobre el plan a trazar para
contener la extraña ola de crímenes que padecemos? —gritó a pleno pulmón,
consiguiendo que el silencio se impusiera.
—Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos
en estos momentos. ¿No crees? —contestó con cierto desplante Maegón, el
portavoz de los ancianos.
—¿Más importante, dices? —le replicó Alucio vigorosamente,
emergiendo de su abatimiento—. ¿Qué hay más importante que salvaguardar
nuestras vidas de un terrible asesino que nos diezma impunemente en nuestras
propias casas, en nuestra propia ciudad?
—¡No es el momento! —contestó el anciano.
—¿Y cuándo es el momento? ¿Tal vez después de que se
haya cobrado un número mayor de víctimas? —preguntó Alucio a Maegón
irónicamente.
—Cuando toda una ciudad está sometida a tales
tormentos, es común y previsible que se cometan ciertos delitos —argumentó
sabiamente el anciano—. Lamentablemente, a menudo ciertas muertes son
inevitables.
—¿Cómo las de inocentes? ¿Cómo las de mujeres y niños?
¿No es precisamente nuestro esfuerzo, deseo y compromiso, salvaguardarlas? —le
contestó Alucio con la contundencia de quien se expresa con la verdad.
—Nuestro esfuerzo común debe encaminarse hacia lo que
es vital, ¿y no lo es a la sazón, preocuparnos antes por el destino de una
ciudad entera? —le contradijo el anciano hábilmente.
Maegón rivalizaba desde hacía mucho con Alucio, quien
a pesar de no pertenecer abiertamente a ninguno de los dos grupos políticos que
gobernaban la ciudad, era muy tenido en cuenta por sus dirigentes y el pueblo
en general, donde destacaba por su integridad y firme compromiso, valiéndole el
reconocimiento de todos aquellos a quienes dispensaba sus favores y
conocimiento, sin condición alguna. Muy al contrario de Maegón, hombre ladino,
cuyo poder e inteligencia eran puestas al servicio de algo más que los
intereses públicos. Quizás pudiera engañar a otros, pero Alucio veía
perfectamente al hombre pernicioso que se ocultaba tras la fachada de astuta
ponderación.
—No veo que tomar ciertas medidas sobre un asunto que
consideras pequeño, pero igualmente de vital importancia, pueda alterar a uno
mayor —argumentó Alucio.
—¿Qué importancia tienen ahora esos delitos, cuando
posiblemente mañana ya estemos todos muertos? —argumentó sardónicamente Maegón,
mirando a la concurrencia.
—Hablas como si ya lo estuviéramos. Puede que, desde
tu opinión, ya nada merezca la pena. Pero es el caso que aún vivimos y nos
interesan los asuntos de vivos. ¡Comportémonos como tal!
El clamor que levantaron estas últimas palabras tuvo
eco en los miembros de la Asamblea, que entraron en acalorado debate.
Transcurridos unos instantes, se deliberó a favor de Alucio, y ello le valió a
éste frías miradas de Maegón, que mascullaba para sí, sin que nadie entendiera
las ásperas y entrecortadas frases, cargadas de odio y amenazas.
—¿Qué sugieres entonces que hagamos? —preguntó el
cacique de mala gana a su oponente.
—Para empezar, deberíamos doblar la vigilancia en la
muralla y en todas las calles —propuso Alucio. También hubiera sido de gran
utilidad que nadie se aventurara por ellas una vez anochecido; pero no dijo
nada al respecto. Nadie mejor que él entendía la necesidad de sus propuestas.
Callaba, con la firme convicción de no atemorizar más de lo necesario a sus
conciudadanos, ni desatar las lenguas más de lo preciso. Pero él había visto
cosas que escapan al entendimiento y que no estaba dispuesto a revelar, sin
más.
—Creo justo decir que, en el sentir de todos —Maegón
miró condescendientemente a los concurrentes para ganarlos, ya que no podía
hacer otra cosa— se hallan los temores que manifiestas. Así pues, vemos
oportuno tomar las medidas que aconsejas —Volvió a mirar a su público con el
fin de encontrar en ellos la solidaria aprobación—. Pero difícil será contener
a las gentes en sus casas, hallándose nuestra ciudad llena de propios y
extraños.
—Los que patrullen la ciudad, bien podrán ocuparse de ese
menester, sin mayor problema —apuntó Alucio. Maegón buscó el veredicto del
jurado, el cual fue unánime.
—Esta Asamblea, pues, da por zanjado los asuntos que
se han sometido a debate.
Una vez el Consejo aprobó todos los puntos a tratar,
la reunión se disolvió, y la mayoría de los habitantes respiraron al saber que
se tomaban medidas de protección contra el vil asesino. Lo que simplemente
ocurría, es que, esa misma mayoría temía a Maegón y al ejercicio de autoridad
con el cual el poder le investía. Sus tropelías se veían siempre mitigadas por
el silencio y la duda. Levantar el habla, y menos aún acusarle o difamarlo,
podía resultar fatal a cualquier ser valeroso que pecara de incauto. Alucio era
uno de los que sufría las humillaciones del cacique, pero la sensatez le
obligaba a proteger a su familia como un deber sagrado. Ello no le impedía
soñar con el día en el que el poder de Maegón cayera en manos de las personas
oprimidas bajo su yugo.
Las diminutas llamas del hogar crepitaban tardíamente
bajo las manos de Letondón mientras miraba a su padre, que en aquellos
instantes sostenía una velada charla con su madre en un extremo de la estancia.
Sus tenues cuchicheos le impedían saber de qué se trataba. Akaina movía su
cabeza de un lado para otro y gesticulaba con las manos continuamente, dando
signos de no estar de acuerdo con lo que decía su esposo. Siendo personas muy
afines y de podo discutir, era evidente la tensa situación por la que
atravesaban en aquella hora. Al final, Akaina fue a la despensa y Alucio se
aprestó junto al hogar, removiendo con un tizón los rescoldos, a los que
alimentó después, sentándose pensativamente junto a su hijo. No se dijeron
nada, limitándose a contemplar el fuego con las mentes bullendo en un mar de
conjeturas. Las del joven abarcaban un amplio espectro: desde las relaciones
con sus padres, hasta las posibilidades de supervivencia, por vez primera
cuestionadas, pasando por detalles más cotidianos que hacían referencia a sus
buenos amigos.
Quizás, como medio de escape a sus tribulaciones y
sopesado pesimismo, las de Alucio se centraban en la abyecta figura del
criminal, cuya presencia se agrandaba más y más en su ánimo. Pasaba noches
enteras en vela, y cuando por fin conciliaba el sueño, se veía a menudo
asaltado por oscuras pesadillas. Entendía que aquella obsesión debilitaba su
espíritu, induciéndolo a un agotamiento mayor, acrecentado por la falta de
alimento. La certeza de la derrota crecía conforme analizaba los sucesos de los
que había sido testigo, indicándole sin lugar a dudas, que algo decididamente
fuera de lo común planeaba sobre sus cabezas. Algo tan terrible, que apenas
quería ahondar en su naturaleza. Por un momento, la gran resistencia de Alucio
se debilitó, y se vio interrogándose sobre aspectos de su conducta. ¿Acaso
sería de locos preocuparse por un puñado de crímenes, cuando la muerte está
presente cada día? Miró absorto el resurgir de las llamas en el hogar, como si
ellas fueran poseedoras de la respuesta.
La luz declinaba, y la noche comenzaba a caer envuelta
en un halo neblinoso, cuando algo sobresaltó a los soldados que hacían guardia
junto a la segunda empalizada. Les pareció distinguir una fugaz silueta,
recortada a la trémula luz cerca del foso. Uno de ellos fue a alertar al resto
que descansaba en la tienda de campaña próxima, entre tanto el otro quedó con
la mirada atenta hacia el punto donde momentos antes surgió la aparición.
Inquieto y temeroso, el legionario oteó hacia el lado contrario, perdiendo de
vista el fulgurante salto que tuvo lugar a sus espaldas.
No era costumbre permanecer en aquel lugar, alejado de
los campamentos, atrincherados en la inseguridad de aquel punto en medio de un
paraje agreste y salvaje, a los que sus enemigos estaban habituados. Ocurría
que, Escipión, conociendo a su enemigo, temía posibles intentonas de escape,
aprovechando los rigores de un clima cargado de fuertes temporales. Era poco
menos que suicida; pero el experimentado general ya les arengó sobre el
espíritu que ostentaban los moradores de aquellas tierras. Por tal circunstancia
se había redoblado la vigilancia en todo el perímetro amurallado y colocado
guarnición de reserva en algunos puntos intermedios del cerco.
El centinela se impacientó por la tardanza de los
suyos. De buena gana hubiera ido a ver qué ocurría, de no retenerlo su condición,
pues en su función de vigía no podía dejar su puesto sin arriesgarse a un
castigo peor que la muerte. Y el cónsul era un hombre inflexible con las normas
militares, y con todos los mandos que no las hicieran cumplir en su justa medida.
Quizás por ello todos le respetaban y temían.
Unos ruidos llegaron hasta el aterido legionario desde
la dirección donde se apostaba la tienda, y creyó oír la quebrada voz de
alguien pidiendo socorro. La espera se hacía insostenible y prefirió aventurarse
que permanecer allí, aguardando un posible ataque desde la retaguardia. Cuando
llegó al lugar donde creía se levantaba la tienda, quedó unos segundos
desorientado. No tardó en descubrir el motivo de tal contrariedad: la tienda
yacía en el suelo, hecha pedazos. La niebla espesaba, y para colmo de los males
una inoportuna ventisca se levantaba ya desde poniente, amenazando con un nuevo
temporal que haría la vida imposible a todos los que permanecían en aquel
frente.
Un nuevo sonido llegó desde la impredecible distancia
y el soldado avanzó cauto hacia él. Una figura cobró forma entre la bruma.
Permanecía erguida y silenciosa, como una estatua sobre un pedestal
blanquecino. A su alrededor, los cuerpos sin vida de algunos soldados romanos
se confundían en la nieve, teñida ahora de rojo. Como quiera que la visión resultara
un tanto irreal, llamó la atención del legionario el hecho de que el rostro del
extraño apenas despidiera los intensos vahos que desprenden los seres vivos
bajo tales temperaturas. Por dicho motivo se preguntó si habría quedado muerto
en tan peculiar postura. Pero tan pronto dio un par de pasos hacia él, la
figura cobró vida, asiendo rápidamente una de las lanzas de los caídos, que
arrojó con un impetuoso movimiento hacia el soldado. Éste, absorto por la
aparición, apenas tuvo tiempo de moverse; tan sólo tomó el tiempo necesario
para darse cuenta de que era hombre muerto. Increíblemente, la pica pasó a un
metro de su costado derecho para encontrar el pecho del que llegaba desde
atrás. Con un golpe sordo el asta se quebró, dejando el hierro clavado en el
corazón del otro soldado, que cayó muerto en el acto. Los refuerzos recién
llegados hicieron frente al intruso, que se movía como un relámpago entre los
ataques de los curtidos legionarios, quienes terminaron por los suelos, yendo a
correr la misma suerte que sus predecesores.
Los lobos aullaron en la lejanía entonando un coro de
lastimeros gemidos, que pronto fue secundado por los perros de los campamentos
romanos, donde la alarma cundía ya velozmente ante lo que se tenía como un
ataque de los celtíberos.
El legionario quedó allí, petrificado. No pudo dar un
paso mientras la breve escaramuza tuvo lugar. Algo le impedía moverse, a pesar
de su vehemente deseo por echar a correr. El corazón galopaba con fuerza en su
pecho mientras la silueta lo observaba atentamente desde la distancia. El
extraño asió una de las cabezas y la arrojó por los aires hasta los pies del
inmovilizado soldado, que la contempló presa de pánico. El miedo recorría su
cuerpo, haciéndolo temblar como nunca frialdad alguna pudo hacer mella en un
ser vivo. Un venablo sesgó el aire incrustándose en la pierna izquierda, con
tal fuerza, que le rompió el fémur, haciéndolo caer con un grito ahogado en su
garganta. El centinela quedó tendido sobre la nieve, con la vista perdida en
los copos que revoloteaban en el aire, sintiendo como el dolor decrecía
conforme la flojedad invadía su cuerpo. Sentía el cálido contacto de la sangre
bajo su espalda, y supuso que la pequeña lanza le había roto la arteria. La
dulce tibieza que lo embargaba se vio súbitamente interrumpida por la sombra
que se erguía ya ante él.
La figura alargó su mano hacia el moribundo y con un
leve movimiento quebró su frágil cuello. Apenas fue un chasquido imperceptible
desvaneciéndose en la fría noche junto al extraño. El soldado quedó allí, como
un muñeco roto, sin vida, con la vista perdida en los cielos. Testigo mudo de
unos acontecimientos que los enardecidos romanos achacarían a los levantiscos
pobladores de la ciudad.
Densas capas de niebla descendían sinuosamente por las
laderas de los montes hacía los llanos. El altozano donde se encaramaba la
orgullosa ciudad daba la impresión de ser una fumarola sulfurosa, derramando su
vapor por todos los costados; como una especie de caldera desbordando su
humeante brebaje.
Como cada noche, desde que lo viera, Alucio se hallaba
apostado bajo el resguardo de una de las casas, cuya desvencijada techumbre en
una de las esquinas se precipitaba hacia la calle, procurándole un momentáneo
parapeto. A pesar del abrigo que le proporcionaba el lugar, y su profuso
ropaje, debía mantener su pensamiento ocupado en otros menesteres para distraer
el frío. Mientras esperaba, se preguntaba si alguna vez los seres humanos
dejarían de ser tan violentos; si los hombres dejarían de ensañarse con los más
débiles; si las sangrientas guerras tocarían alguna vez a su fin, y si la
desmedida ambición dejaría paso a causas más nobles. El áspero y oscuro
presentimiento rondó por su cabeza.
El aúllo de un lobo se elevó en la noche, y un coro de
aullidos le siguió, entonando una lejana e inquietante melodía. Alucio distrajo
su atención con el significado que podría tener tales sonidos: ¿Qué dirían?
¿Sería un reflejo de su sentir? ¿Avisarían tal vez de algún peligro?
La noche en aquellas horas era cerrada y la niebla
recorría las callejuelas, movida por el impulso de una suave brisa invernal.
Quizás en el futuro se inventaran artilugios capaces de suministrar luz y calor
en casas y ciudades, iluminando la noche como si fuera el propio día. Pero
ahora, dadas las circunstancias, quizá le tuviera más en cuenta volver al calor
de su hogar, ya que difícilmente podría atisbar algo a más de nueve o diez
metros de sus narices. Un malhechor, bien podría esconderse en la espesura del
elemento para pasar inadvertido, y con toda seguridad se movería fácilmente sin
ser visto. ¿Qué haría su gran amigo Aristarco en tal situación? Sonrió al
recordarlo. En ese instante, un grito segó su recuerdo, sin poder precisar el
punto del cual provenía. Se había escuchado peligrosamente cercano; quizás del
otro lado, calle abajo. Ahora se movió impulsivamente, recorriendo la
callejuela con el único sonido de sus pies sobre la nieve como acompañamiento.
Al llegar a la intersección escuchó atentamente, pero no se oía nada, excepto
al cortante viento rasgando las aristas de las viviendas. Aunque algo más le
pareció que viajaba con ese lamento: una especie de gorjeo constante. Siguió el
débil ronroneo hasta que los pies de un hombre tendido aparecieron a su vista.
Entonces se detuvo titubeante, ya que no distinguía nada más, y no sabía lo que
le aguardaba entre la bruma.
Alucio permaneció indeciso durante unos instantes,
hasta que el viento desplazó la cortina vaporosa, dejando ver el cuerpo. Nadie
más parecía estar allí. Se arrodilló temerosamente junto al caído,
examinándolo. No cabía duda alguna: los mismos síntomas, la misma herida. Al
girar su cabeza vio las huellas en la nieve. Sin pensarlo dos veces, y movido
por una imperiosa determinación, siguió su rastro hasta alcanzar la calle de
ronda, donde los pasos se interrumpían a varios metros de la muralla, junto a
la torre. El frío era intenso a causa de la ventisca, que allí siempre era más
virulenta dada la orientación y la mayor amplitud del espacio. Por dicha razón,
la niebla en este lugar se deshilachaba y expandía, permitiendo una mejor
visibilidad. Calculó la distancia, y le pareció imposible que nadie pudiera
salvarla de un salto, por formidable que éste fuera. Estaba desorientado. Miró
en dirección a los pasos, y entonces la vio: una forma oscura, amartillada
contra la piedra, ensombrecida por el reflejo de la torre. Entonces, otra capa
de niebla enturbió su visión, y para cuando siguió su curso la imagen se había
desvanecido.
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