VIII
OLOR A MUERTE
El águila sobrevolaba en
amplios círculos su territorio de caza, examinando el gigantesco nido, cientos
de metros más abajo. Alarmada por el griterío, planeó sobre el hervidero humano
bajo sus garras, alejada del peligro. Su instinto le decía que los seres grandes
estaban luchando nuevamente entre ellos, estableciendo el orden del más fuerte.
Cada vez que pasaba sobre las centellantes cabezas de los que se aproximaban al
nido, los gritos de éstos la hacían remontar el vuelo. Sucedía cuando se
acercaba a los destellos luminosos que inundaban el valle, e intentaba saber
por qué. Su vista perspicaz y su gran rapidez no le proporcionaban la
suficiente confianza para acortar distancias, pero la curiosidad le hizo dar
otra vuelta.
Los legionarios vitorearon al
águila, viendo en ella la imagen proyectada de la futura victoria. Una
premonición que les hizo alzar los estandartes, mostrando con júbilo los
relieves de su enseña al ave de rapiña, que planeó elegantemente sobre los
hombres exaltados.
En el foro del campamento
principal, Publio Rupilio interrumpió su discurso ante la algarabía suscitada
entre el grueso de la tropa. Uno de los lictores señaló al cielo con su haz de
varas, indicando al cónsul el motivo del griterío. Sonriendo por la
oportunidad, su vista se alzó sobre los penachos de los cascos, viajando más
allá de la empalizada que rodeaba el cuartel general. Miró al legado, a los
tribunos, al prefecto de campo. Uno a uno. El estado mayor aguardó el contenido
de aquel silencio que se alzaba por encima de cualquier otra cosa. Para
extrañeza de todos los asistentes, mandó traer su caballo, dirigiéndose a la vía praetoria.
Recorrió el eje longitudinal del campamento con deliberada parsimonia, parando
en medio de la ingente cantidad de tiendas arracimadas a lo largo del recinto.
Los suboficiales de las cohortes y los centuriones de los manípulos se
aprestaron alrededor de su general, que había prescindido de los extraordinarii; aunque, a falta de la
escolta, los lictores que lo rodeaban en todo momento empuñando sus fasces, conformaban la guardia personal
más adiestrada.
Con el don de la oportunidad
que siempre lo acompañó, arengó a su hueste.
—Hoy es un gran día para Roma y
para esta isla, a la que tanto debe y ama. Mucha sangre se ha vertido en ella.
El rojo elixir que los romanos han ofrendado con su valor, no caerá en vano. La
sangre de los inocentes será vengada con la de sus despiadados verdugos,
abonando el fértil campo de una nueva y floreciente vida.
»No ha de haber clemencia para
los sanguinarios; tal y como hemos demostrado en el resto de ciudades
liberadas. Nuestros ojos han contemplado las crueldades de estas gentes, cuya
sed de sangre no tiene parangón. Nuestra conciencia no descansará hasta que la
muerte de los nuestros haya sido lavada con el honor que anida en nuestros
corazones y el esfuerzo de los brazos armados. Los caídos guiarán el pulso de
vuestros golpes, de igual manera en la que el vuelo del águila os indica el
lugar donde han de descargarse, extirpando el mal que yace sobre esa colina.
»Hora es de hacer que el
embaucador pague por sus trapacerías. Quien es tenido por charlatán y mago, más
que por obrador de prodigios, tragará hoy su propio fuego, hasta el consumo de
sus entrañas. Porque todo falso profeta merece el escarnio a sus embustes y la
carne sufrirá con el látigo de la verdad.
»Nosotros somos esa verdad.
Somos la justicia del afrentado. El dolor que repone la honra. El espíritu que
devuelve la estima. La espada que cobra lo que le pertenece. Legitimamos hoy el
derecho de vengar a los nuestros.
»¡Por Roma y por los valientes
que nos precedieron! —gritó, empuñando
su espada.
Las armas se alzaron sobre los
gritos de los legionarios, sellando un pacto de sangre con su general, que
sonrió satisfecho ante el triunfo que le aguardaba en las alturas.
El último baluarte de la
rebelión descansaba en la cumbre de un gran cerro, sobre un altiplano de unos
cinco kilómetros de perímetro, que los insurrectos defendían con ahínco. Los
adustos precipicios que rodeaban la ciudadela la hacían casi inexpugnable; por
lo que la mayoría se concentraban en la única zona suavizada del terreno,
provistos de cualquier elemento que les pudiera servir para rechazar el ataque.
Confiaban que la sólida muralla y el terreno agreste aliviaran su creciente
angustia; aunque no fue impedimento para todos los que en su día la desearon a
causa de su importancia militar. Cierto es, que siempre la tomaron mediante
traiciones y no por la fuerza, y bien pudiera ser que ahora se preservara tan
nefasta tradición.
En la mente de Euno planeaba el
recuerdo de la matanza que tuvo lugar durante el asedio romano a Siracusa,
cuando el gobernador ordenó la total aniquilación de los ciudadanos y quemó la
ciudad. Veía a la guarnición romana irrumpiendo en el teatro, aprovechando su
aforo repleto, cerrando puertas y pasando a cuchillo a los incautos
espectadores. Una drástica decisión basada en la defección de la ciudad a favor
de los cartagineses. Y luego hablaban de la crueldad de los esclavos. ¡Ellos,
que tenían razones sobradas para cargar contra sus opresores!
Miró las formas semihumanas de
la estatuilla de bronce que tenía ante sí, implorando a su venerada Atargatis
un final rápido. Había sido un hombre valiente, pero en aquella hora le invadía
una profunda angustia emocional. Un vacío por el que flotaban dolorosos
recuerdos, supurando su amargo fluido. Algo más profundo que el natural miedo
al sufrimiento y a la terrible muerte que le aguardaba. En las horas
desesperanzadas, moría doblemente a causa del fracaso. Sabedor de que todo el
sacrificio y la sangre vertida había sido en vano. Una terrible derrota en el
espíritu de los que carecen del derecho a ser hombres libres, de los que sufren
bajo el tenaz yugo de la esclavitud. Las almas de todos ellos quedarían sujetas
a una mayor desesperanza. Nunca antes, un puñado de valientes se atrevió a
alzar su preciado estandarte contra los carceleros romanos; al menos, con la
magnitud requerida. Tal vez, el eco de su triste gesta sirviera para fortalecer
los corazones de generaciones venideras, optando por luchar y morir libres,
antes que perecer esclavos.
Recordó a los valientes de
Tauromenium, abanderados por Comano, el enérgico y alegre hermano de su
lugarteniente. Las legiones de Publio Rupilio sitiaron la ciudad, convirtiendo
el inaccesible lugar en una mortal ratonera, logrando que muchos de sus
defensores perecieran por hambre o bajo su propio cuchillo. ¿Sería traicionado
de igual forma en la que lo hicieron los esclavos de Comano? ¿Lo despeñarían
también a él, siguiendo las órdenes del cónsul?
Sería una buena muerte.
La diosa de Siria permaneció en
silencio, observándolo, y él deseó que la gran sirena lo llevara en su regazo
hasta la bella morada. El corazón se agolpaba en su pecho y sus creencias no le
arrancaban el miedo que lo embargaba. La imagen del cuerpo de Cleón, ensartado
en un madero ante las puertas de la ciudadela, le perseguía en sus últimas
horas. Los sueños de las últimas noches estaban impregnados de traición y
sangre. Alentados por el terror y la desesperación, sus amados «sirios»
entregaban la ciudad y a su líder. ¡Qué ironía!
En la lejanía, los corniciens hicieron sonar sus trompetas.
El clamor de las espadas repiqueteando sobre los escudos, esparció su amenaza,
envenenando los corazones de los que resistían en el sólido emplazamiento. En el exterior, las
legiones formaban la tortuga, arrastrando lentamente el tormentum, un conjunto formado por varias máquinas de guerra y
torres de asalto.
Lloró por los días no nacidos y
se sintió inundado por una gran soledad; como si ésta fuera la verdad que le
acompañara durante su calamitosa vida.
Una vida que tocaba a su fin.
En aquel punto, los árboles
crecían tan apretados, que el crujir de ramas y tallos rotos y el crepitar de
la hojarasca a su paso, se tornaba insolente. La intensa paz del bosque se
estremecía bajo los movimientos de los dos hombres, mientras se internaban en
lo más profundo del mismo. De vez en cuando, paraban. Quedaban quietos, a la
escucha de cualquier sonido que no fuera el de sus respiraciones entrecortadas.
Inesperadamente, la brisa de la
mañana se levantó sobre las copas de los árboles, desperezando a sus temerosos
habitantes. El contrapunto tensó los ánimos de Graco y de Aristarco,
haciéndoles buscar denodadamente el camino hacia la hacienda. Podían haberse evitado
aquel malestar, de haber rodeado los bosques silenciosos. La entrada a la villa
se hubiera abierto ante sus ojos, sin mayores dificultades; pero, desde lejos,
no les pareció una gran extensión, y la senda pudiera ser caldo de cultivo para
mayores peligros.
Tras haber cubierto un pequeño
trecho, la tupida vegetación mostró signos de haber sido hollada por la mano
del hombre. A partir de aquí, siguieron el rastro, sintiendo que ya no andaban
sin rumbo. Un grupo de árboles caídos precedió al descubrimiento de la franja
de tierra descubierta, donde unas soleadas edificaciones se alzaban en medio de
un amplio espacio desnudo.
Rodearon el muro hasta dar con
la entrada, fusionándose con el temible respeto que proporcionaba la ausencia
de toda vida en aquel lugar, propio de labores y constante ajetreo. Las puertas
y ventanas de las casas permanecían abiertas, intimidando con su propuesta.
Caminaron muy despacio, examinando las construcciones en ambos lados de la vía
principal. A primera vista, todo estaba en su justo lugar, no existiendo signos
de depredación; aunque se evidenciaba un acusado vandalismo en ciertas zonas.
La paja descansaba en su sitio, el grano en el almacén, la uva en el lagar, el
vino en la bodega, los arreos en las caballerizas. La mayoría de los enseres se
veían intactos y muy pocos se habían trastocado. Como si la villa y su
contenido fueran malditos a los ojos mundanos.
Tras el muro que cercaba la
ostentosa casa del propietario, encontraron los restos de una cremación. Al
parecer, seres humanos y animales habían sido incinerados en una gran pira,
alzada en el centro de un cuidado jardín, frente a una ornamentada fuente
repleta de faunos y ninfas, que parecían haber danzado al son del atroz
espectáculo, chamuscando sus cuerpos.
En la lujosa y amplia
residencia del terrateniente, los lechos permanecían sin mácula. Algunos de los
mullidos cojines sobre los divanes aún conservaban la huella de los cuerpos que
habían acogido alrededor de las mesas donde se ajaban los alimentos.
Recorrieron la casa de arriba abajo echando voces, sin resultado alguno. De vez
en cuando, algún busto o porcelana rota, evidenciaba una soterrada violencia,
muy diferente de la que había tenido lugar en el área de los trabajadores.
El generoso reguero de sangre
no dejaba lugar a dudas sobre los terribles sucesos vividos. Su rastro podía
seguirse con facilidad, dispersándose en estancias y rincones.
—Ha sido una lucha sangrienta
—comentó Graco, oteando por una de las ventanas del piso superior—. Puede que
los esclavos hayan llegado hasta aquí, sublevando a los de la villa.
—De haber ocurrido, la
destrucción hubiera sido mayor y el latrocinio se evidenciaría. Lo aquí
acontecido es mucho más siniestro —hizo ver Aristarco—. Los insurrectos
hubieran saqueado las despensas y bodegas, así como las porquerizas y corrales.
Sin embargo, los animales han sido muertos y sus despojos quemados.
—Cierto es, que de haber sido
asaltada, la villa entera hubiera sido despojada de sus riquezas —convino
Graco, dando un vistazo a la estancia donde se encontraban. La fina artesanía
del mobiliario ensalzaba el carácter ostentoso de su propietario. Sobre la
cómoda cercana al lecho, elaborados pendientes y fíbulas plateadas, demostraban
la teoría manejada.
El arcón mostró las
pertenencias y ajuares, propios de una adinerada mujer, dada al gusto por la
belleza y la opulencia. No había signo alguno de que los enseres personales
hubieran sido revueltos. Las alhajas permanecían en su sitio, encerradas en
elaborados estuches dorados, en cuyas tapas el orfebre había engastado piedras
preciosas de diferentes tonalidades para diferenciar el contenido de cada uno.
Un festín para cualquier bribón.
En el ala izquierda de la
planta, las ventanas permanecían abiertas, mostrando signos de violencia a sus
pies. Abajo, sobre la fría piedra del atrio, aún podían verse los restos de los
impactos.
—Difícil saber si huían o
fueron precipitados —observó Aristarco—. ¿Qué tipo de locura invadió a estas
gentes?
Sus ojos escudriñaron el
rectángulo porticado, aclimatándose por momentos a los signos de muerte que lo
abonaban.
—¡Prosigamos! —exhortó—. Queda
mucho por hacer y la hacienda es muy grande. En medio de esta calamidad deben
existir pruebas que atestigüen su insólito argumento.
El olor a sangre y muerte los
acompañó en todo momento mientras el día desgranaba las horas. El conocido
aroma se mezclaba con el de la descomposición, siseándoles una horripilante
verdad. Los signos de evisceración y restos humanos mostraba claramente el
atroz canibalismo. Pocas eran las armas e instrumentos punzantes o afilados que
estaban manchados con la sangre de sus víctimas.
Los corrales mostraban la misma
singularidad. Aristarco estudió los restos contenidos en los cercados y le hizo
traer a Graco unos cofines donde depositar sus macabros hallazgos. Tiempo más
tarde, se dedicó a recoger algunas muestras de los cuerpos incinerados, que
colocó pulcramente en los cestos. Después, entró y salió de las diferentes
dependencias, rastreando como un sabueso aquí y allá, dispuesto a arrebatarle
los secretos a la villa.
Graco se limitó a seguir las
instrucciones de su amigo, subiendo las necróticas pertenencias a una de las
habitaciones de la casa principal. Cuando regresó, se encontró a Aristarco en
la entrada a la villa, junto la casa de los esclavos, examinando unas hojas
resecas. Las observaba con vivo interés, inspeccionando cada parte del
trenzado. Luego, con una de sus lentes de aumento, examinó más de cerca su
composición.
Quedó pensativo.
Graco no podía dar crédito.
Súbitamente, su amigo podía dejar todo de lado, para centrarse en algún detalle
floral que captara su extraño interés por las cosas insignificantes. Ahora,
miraba y remiraba el pequeño haz de hojas. Lo husmeó con cuidado, pareciendo
perderse entre el aroma que captaban sus sentidos. Olfateó de nuevo, cerrando
esta vez los ojos para concentrar el estímulo.
Tras unos instantes, los abrió
de par en par.
—Veamos de encontrar más
especimenes como éste —le propuso a Graco, mostrándole el objeto de su
repentina vivacidad.
Graco lo miró algo malhumorado
y desconcertado.
—Fíjate bien en su forma,
ligeramente cóncava. Y aspira su aroma —le propuso, llevando hasta sus narices
las hojas.
Un olor rancio emergió hacia
las fosas nasales de Graco.
—Ciertamente, desagradable
—afirmó, apartando el rostro—. Nunca olí nada parecido en las plantas.
—Ni lo hallarás nunca, porque
no existe. Si mi teoría es la justa, deberíamos encontrar más de éstas. Algo me
dice que en ellas está la clave. El día avanza y las fuerzas merman. ¡Busquemos
sin demora! —propuso bruscamente, yendo en pos de la savia que alimentaba su
enardecido espíritu.
Graco lo vio alejarse,
observando la quietud del entorno, el cual proponía un tipo diferente de
peligro; una advertencia susurrada entre los arbustos, cuyos gemidos parecían
barrer el aire.
Tras inspeccionar
minuciosamente la villa, encontraron seis más de aquellas hojas, una de las
cuales conservaba una mayor parte de su fisonomía original. Algo que celebró
Aristarco, ufanándose de su sexto sentido.
Una vez señalizado los lugares
donde hallaron las hojas, Aristarco midió en pasos las distancias entre ellos,
examinando el terreno circundante. En su mente tomó nota de los datos que le
ofrecían las huellas en la tierra. De aquí, se precipitó hacia la puerta de
acceso, impelido por un notable frenesí. Graco lo siguió de cerca, viéndolo
revolotear en el linde boscoso; ya dando vueltas entre un grupo de caramillos,
ya volando rápidamente a otro punto, donde quedaba estático entre los
helechales.
El tiempo transcurrió, lento y
tedioso, arrastrándose junto a su amigo. De improviso, éste cobró vida,
brincando hacia un lejano ramillete de plantas, donde quedó examinando los
pimpollos. La mirada implacable de Aristarco se concentró en lo que veía a
través del aumento de sus extraños cristales. Su pertinaz e incansable espíritu
pareció fructificar, abalanzándose rápidamente sobre unos líquenes cercanos.
Los ojos le brillaban cuando dio por terminado el análisis.
Al filo de sus fuerzas, los
constreñidos estómagos hubieron de responder ruidosamente al bienestar que
proporcionaban los alimentos. Graco eructó con manifiesto placer tras el largo
sorbo a su copa. El vino hallado en la bodega dulcificaba algo más que su
paladar. La dura jornada merecía aquel momento, con el fin de ajustar los
ánimos a la nueva situación; sin embargo, la serena inteligencia de Aristarco
parecía competir con el inquebrantable océano de ideas que asolaba su mente.
Con el último bocado entre dientes, se dirigió con paso resoluto hacia la mesa
en la que descansaban las muestras tomadas. Allí se dedicó a estudiarlas
concienzudamente, tomando notas entre constantes murmullos, cuya acorde melodía
acompañó a Graco hacia la frontera de los sueños.
Cuando hubo cualificado y
cuantificado el alcance de su investigación, relajó el advenimiento de las
futuras cuitas, con las mieles del sugestivo reto que tenía ante sí.
—¡Diantres! ¿No te cansas de
dormir? —agredió al desvanecido Graco, entrechocando las páteras cercanas de
una mesita.
Mientras su amigo regresaba a
cajas destempladas de su placentero descanso, Aristarco se sirvió una generosa
copa de vino como obsequio a su incólume inteligencia.
—¡Creí que nos asaltaban de
nuevo! ¿Qué ocurre ahora? —se quejó Graco, incorporándose.
—Mientras tú devaneas en la
poltrona, mi ímprobo quehacer me imposibilita de tal gozo —se quejó Aristarco—.
Lo menos que puedo pedir es recabar tu atención hacia los resultados de mi
esfuerzo. Hora es que mi inteligencia abone la tuya.
Graco despabiló rápidamente,
guardando para sí las ínfulas de su malhumor, interesado en las consecuciones
de la investigación llevada a cabo por su amigo.
—Soy todo oídos —accedió de
buena gana.
—Es evidente que un hecho singular aconteció en este lugar. Algo en verdad sin precedentes —Aristarco paseó
alrededor de la mesa con especial parsimonia—. Las huellas en los lechos, los
restos de comida en las mesas y el consumo de la luminaria, indica que el
ataque tuvo lugar al anochecer. El que las aceiteras hayan consumido su aceite,
y sin embargo, las velas muestren escasos restos de cera, es un detalle a tener
en cuenta.
—No encuentro la relación. Es
más, resulta desconcertante.
—Puede parecerlo, pero nada más
lejos —sonrió Aristarco con sopesada benevolencia—. La más débil llama de la
vela perdió la batalla ante las imprevistas corrientes de aire que provocaron
los desmanes posteriores. Y nadie quedó en pie para ahogar la llama de las
aceiteras. Por otro lado, el consumo de las ceras más nuevas, nos aproximan a
la hora de los terribles sucesos.
»En esta época del año, los
días alargan su luz y las cenas retrasan su hora, en lo referido a las
costumbres de los pudientes. Podemos así argumentar que, muy probablemente,
entre las horas veintiuno y veintidós se encendieron las luces. Si tomamos como
referencia el tiempo en el que la llama de una vela consume un centímetro de su
cuerpo, vemos que éstas se apagaron una hora más tarde. Establezcamos pues, que
fueron interrumpidos al poco de comenzar a tomar alimento; digamos a la hora
veintidós. Así, el proceso de revitalización de los cuerpos no fue especialmente
longevo. No más de media hora. Aunque, unos tardaron en revivir más que otros.
—¿Cómo puedes saberlo?
—preguntó Graco, absorto en las explicaciones que le eran facilitadas.
—Alrededor de esta especie de
vainas —dijo, mostrando una de ellas en su mano diestra— los cuerpos caen a
peso y las huellas son escasas. No así, en los lugares distantes, donde los
hombres han dado algunos pasos antes de venirse abajo. De igual manera, los
signos de violencia son más plausibles aquí, por lo que debieron despertar
antes que los más cercanos a las hojas. Después, todo se precipitó hacia una
orgía destructora.
»La ausencia de sangre en las
armas, demuestra el impulso bárbaro y primitivo que los guió. Los huesos
descarnados de hombres y animales atestiguan lo que nuestros ojos han
contemplado: violencia sin límites y canibalismo.
—¿Qué pudo desatar tal locura
en seres vivos? —se interrogó Graco, posando su mirada en la forma hemisférica
que sostenía Aristarco.
—Esta estructura foliácea
revela un elemento no característico a la propia villa. Mis observaciones me
hacen asegurar que estas carcasas vegetales son el contenedor de la nociva
sustancia que contaminó el aire, puesto que no existe otra fórmula tan rápida
de expandir el letal veneno.
—No hay huellas de caballos o
de un grupo de hombres entrando o saliendo del recinto de la villa —constató Graco—. ¿Crees
que alguien pudo depositar las vainas, esperando que alguien las abriera?
—Ello no hubiera procurado el
mismo efecto generalizado. Por otra parte, el arquitecto de tan malévola
invención debió quedar lo suficientemente alejado de la simiente de su
perversidad, como para quedar a salvo de los nocivos efectos de la misma. Todo
lo cual nos deja una sola alternativa.
—El mal sobrevino de los aires
—conjeturó enseguida Graco, poniéndose en pie.
—Así es, querido amigo.
—Un tirador experto y preciso
—pudo afirmar Graco, envalentonado por su acertada suposición anterior.
—¡No promuevas disparates!
—refunfuñó Aristarco.
—¿De qué otro modo podría
haberse hecho? —insistió Graco, algo ofendido por la respuesta a su
observancia.
—Porfías en exceso… y luego
hablas de mi notable terquedad —repuso Aristarco, ajustando el ritmo de la
frase—. Podemos inferir, a tenor de lo advertido en el bosque, que los disparos
de las vainas hubieron de hacerse a una distancia considerable, dada la veloz
propagación de su contenido. Como hemos visto, la vida en la arboleda se
extinguió a igual velocidad. Los seres pequeños no parecen sobrevivir.
—Pero, ¿qué ingenio u hombre es
capaz de tamaña proeza? —inquirió Graco, asombrado por las fantásticas
deducciones del investigador—. ¿Y cómo estar seguro de que, a tal distancia, no
se hierre el blanco, o de que las vainas se deshilachen antes de hora?
Graco inspeccionó con mayor
interés los restos sobre la mesa.
—Si te fijas bien, verás una
membrana recubriendo el interior —le dijo Aristarco, dándole uno de sus
cristales de aumento—. Tiene la suficiente consistencia como para llevar a cabo
su cometido.
—Son como proyectiles que
explotan al estrellarse.
—En absoluto —desbarató
Aristarco—. Si en algo he de convenir, es en la capacidad de su creador. Nos
enfrentamos a un hombre sumamente inteligente en su campo. Y su mente enferma
lo hace más peligroso todavía.
—¿Luego entonces? —preguntó
Graco.
—El problema nunca está separado
de la respuesta. Sin duda, comprenderlo es resolverlo —respondió Aristarco en tono
jactancioso—. Observa con toda tu atención, aprendiendo a considerar lo
improbable.
Aristarco pareció meditar su
propia frase. Anduvo por la estancia, mirando el suelo, entrelazando pasos e
ideas, antes de volverse hacia Graco.
—Sé lo que estás pensado,
querido Graco. Soy arrebatador y exasperante, de igual forma en la que puedo
ser estricto e indulgente. Con ello mantengo en constante adivinación a los que
desean atraparme en la rigidez de sus esquemas para moldear una opinión
fehaciente de mi persona. Es ésta una de mis mejores posesiones —expresó
alborozado y sonriente—. Aún con todo, mi respetable vanidad me obliga a no hacerte
partícipe de algunas deducciones. No, hasta que mis teorías estén a la altura
de mi empatía.
—¿Puedo saber qué husmeabas con
tanto ahínco entre la maleza? —cambió de estrategia Graco, sirviendo vino en
las dos copas.
—El hálito que nos conducirá
hacia Siracusa, nuestra próxima meta.
—No sé si reír o espantarme
—confrontó Graco—. La ciudad será un hervidero de romanos.
—La voluntad y la inteligencia
forja el camino del éxito y el temple de las almas —aseveró un grandilocuente
Aristarco, quien no parecía condicionado por el desaliento ni el desánimo ante
las dificultades crecientes.
—No he llegado hasta aquí para
perderlo todo —se quejó Graco, algo abatido por el cansancio, el sueño y la
baja moral en las horas tardías.
Los ojos penetrantes y sagaces
de Aristarco alcanzaron el alma pesarosa de su amigo, necesitada de buen
criterio.
—La verdad se halla tras los
pasos de cada cual, en el pulso de cada vida.
—Eso no resta que podríamos
dirigirnos hacia una muerte segura —sugirió Graco, apurando su trago.
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