En el género humano se dan siempre una serie de preguntas
trascendentales: ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Quién soy? ¿Cuál es mi
destino? Y en estos momentos, decididamente, habría que engrosar la lista con
una más: ¿Qué es el Jeet Kune Do?
No puedo sino ironizar ante algo que roza el impensable ridículo, puesto
que en los últimos tiempos bien parece que se trate de un enigma al estilo del
Código Da Vinci. Todo lo referente a desentrañar las claves del nuevo misterio
se halla envuelto en un halo de constreñida ambigüedad, redundando en un
oscurantismo especulativo. A tal punto ha llegado la inefable exuberancia, que
el mero hecho de pronunciarse al respecto procura cierta intimidación, temerosos de ofender. ¿Cómo hemos llegado
hasta aquí? ¿Quién ha entretejido la ominosa telaraña? ¿Qué hace palidecer la
luz? ¿De dónde arranca el síndrome de tal enajenación?
Tras la muerte de Bruce hubo un pequeño silencio. Pero finales de los
años setenta, y en buena parte de los ochenta, el mensaje —sin adulterar— llegó
con fuerza a través de aquellos con quien había compartido sus vidas y
entrenamientos, rubricado además con los propios escritos y artículos de su
creador.
El Jeet Kune Do lo gestó un ser humano y no un extraterrestre con sus
presumibles códigos indescifrables. Bruce Lee era un hombre con la cabeza sobre
los hombros, como suele decirse. Intelectualmente sano, y con un exacerbado
sentido de la simplicidad, siempre en pos de lo efectivo. Todo su trabajo
destila ese aspecto de integración positiva y directa. Pensar que desarrolló
algo tan importante para él en base a unos complejos códigos, tan sólo al
alcance de unos elegidos, no sólo me parece absurdo, sino insultante.
El creador del Jeet Kune Do ofreció un producto bien definido,
revolucionario en sus conceptos físicos, fácilmente adaptable a cada
practicante, e inquietantemente abierto a la necesaria y constante renovación; a la consecución de nuevas fórmulas que se adaptasen a su finalidad, regenerándolo,
convirtiéndolo en algo vivo, palpitante y orgánico. En ningún caso fabricó algo
complejo, rígido y extraño.
Quienes oscurecen su mensaje son siempre aquellos que a lo largo de los
siglos han codiciado la poción de la eterna juventud. Alquimistas del tres al
cuarto deseando reconvertir lo simple en el vellocino de oro. Sus propuestas argumentales son tan complejas
como sus almas, siempre movidas por las tormentas. Donde no hay paz interior
nunca hay descanso exterior. Este gen se repite a lo largo de la historia
causando verdaderos estragos en el progreso humano. Seres con muchísimos
prejuicios, dedicados a criticar a sus congéneres. Henchidos de verdad, sus
tediosas peroratas siempre dogmatizan, pues en su vehemente deseo de saber
adquieren pobre sabiduría, entre tanto su taza siempre está colmada. Con este
tipo de gente guerreó mucho Bruce en sus años de renuente quehacer, pues se
hallan en todas las épocas y lugares. Pululan a nuestro alrededor promoviendo
la insana envidia, creando recelos y obstruyendo el personal camino de los
demás.
Salvando las distancias, Bruce Lee viene a ser el Mesías de las artes
marciales. Al igual que su homónimo religioso, vino a criticar y desmontar los
cánones establecidos, para implantar nuevos conceptos, progresistas y
liberadores. Predicaba, entre otras cosas, sobre la honestidad, los prejuicios
y el sentido de ser un auténtico ser humano. Sobre cómo deberían ser las artes
marciales y sus instructores. Pero al igual que Ghandi, una vez muerto, sus
seguidores volvieron a reanudar los conatos de violencia extrema. Es por ello
que siempre existirá un abismo entre el ente creador y los encargados de
preservar y desarrollar su logro a lo largo de las centurias venideras.
Si alguna vez existió algo desligado de los cánones tradicionales, en
cuanto a credo y enseñanza, ése es sin duda el JKD. Sin embargo, la especial
mente de Bruce no es equiparable a la de los demás, quienes en su inmensa
mayoría discurrimos por los páramos de la más flemática intelectualidad. Y así, el burdo arquitecto es quien planifica y moldea la obra del
genio, una vez éste se ha esfumado en el más allá. Bruce fue bastante preciso
con todo esto en sus escritos; a sabiendas del tratamiento que recibiría
también el JKD con el devenir de los tiempos.
En principio, la singularidad física hoy día no parece tal, pero conviene
matizar su ensalzamiento de las herramientas fuertes adelantadas, con
preponderancia del puño sobre el pie; así como los rápidos desplazamientos, el paso de
esgrima, las cómodas paradas en conjugación con las esquivas, el trabajo en
todas las distancias, algunos golpes peculiares, la mezcla de golpes y atrapes,
los movimientos balísticos, golpear con todo el peso corporal, el énfasis en la
interceptación, el adaptarse y fluir con el oponente, etc.
Todo ello es trabajado bajo las siglas de lo simple y lo directo.
Hasta aquí todo se desarrolla en el marco de lo conceptualmente formal, dentro
de un método que se precia de ofrecer cambios significativos que lo diferencien
del resto, confiriéndole una entidad particular. El problema surge en la
inmediatez, cuando pretende desmarcarse por completo de lo que hasta ahora tenemos
como un sistema o método de arte marcial.
En su huída de los absurdos clichés, henchidos de rigidez y estancadas
fórmulas, Bruce propone un cambio asombroso: un método que esté siempre vivo,
fluyendo, cambiando y adaptándose, tanto a los tiempos, como al individuo
particular. Para lograr esto debe existir una ausencia total de los esquemas de
conducta y enseñanza tradicionales. Significa que el arte en sí debe adaptarse
a las cualidades personales de un ser humano, y descartar o añadir elementos
tanto como sea necesario; siempre y cuando, todo esté tamizado bajo los conceptos
que rigen el camino. Puesto que, de no hacerlo, se evidencia que estaríamos
practicando otra cosa.
La nueva fórmula de Bruce es
devastadora, reaccionaria y revolucionaría. Al mismo tiempo, es también proclive
al desenfoque y la tergiversación, ya que al contemplar la amalgama de sus
variantes expresivas, muchos al final no saben bien qué es eso del JKD. Un
método que se adapte al alumno es por necesidad voluble a las transformaciones.
Es el motivo fundamental por el cual es destilado físicamente de muy diferentes
formas, aunque los principios o conceptos por los que se rige sean los mismos.
Puesto que el JKD muestra diferentes aspectos dependiendo de la persona, nos
crea a la vez una disyuntiva a la hora de elegir de quién aprenderlo. Basta con
mirar a los instructores de primera o sucesivas generaciones para comprenderlo
en toda su magnitud.
Otro importante dilema a la hora de ponerse de acuerdo sobre lo que es el
JKD surge de la parcialidad. Todo el que no haya profundizado en el desarrollo
del JKD, desde su creación en 1967 hasta su último estadio evolutivo —la muerte
de su creador—, obtendrá una imagen distorsionada del mismo, puesto que Bruce
estuvo evolucionando su arte hasta el final. La publicación parcializada de sus
escritos y trabajos también ha contribuido al error. Bruce no quiso precipitarse en las publicaciones porque dedujo, y bien, lo que sucedería. Esta decisión está
muy ligada a la que tomó cuando cerró sus escuelas en EEUU. Por este motivo
afirmo con rotundidad que para obtener la totalidad, para saber cómo era Bruce
Lee y su arte, se debe practicar esa «investigación
independiente», a la que él aducía y alentaba constantemente como medio para
que la persona saque sus propias y valiosas conclusiones, sin contentarse
simplemente con la verdades de los demás. Y para lograrlo hay que leer y estudiar al
propio Bruce Lee; y no lo que filtra cualquier otra persona.
Gracias a personas íntegras y esforzadas, hoy en día es posible acceder a
casi todos sus trabajos escritos, donde podremos entender con absoluta claridad
del puño y letra de su creador qué es el JKD. Si bien él renuncia al concepto de
método o fórmula, también nos dice que es «esto y aquello» y «todo y nada a la
vez». Si haces disecciones y ves tan sólo un lado del JKD, encontrarás
posiblemente un método eficaz de lucha, pero en la etapa final lo describe como
un proceso mediante el cual el practicante descubre la causa de su propia
ignorancia. Ocurre cuando la persona toma conciencia de sí y ve la realidad de
quién es y lo que es. Acto seguido, sobreviene un trabajo de desprendimiento, de
quitarse cosas de encima para quedar liberado. Sin dicha libertad nunca
podremos acceder a la totalidad. Según sus palabras: «Recuerda que el todo se
descubre en todas sus partes, pero que una parte aislada, eficaz o no, no
constituye el todo”.
Queramos o no, la nueva criatura de Bruce se adapta a cualquier cosa, por
lo cual, cualquiera que adapte sus principios y el proceso al sistema que esté
practicando, estará moviéndose en términos de JKD. Éste es uno de los grandes
dones del método, que ciertos intereses tratan de arrinconar, y del cual no
mediaré palabra dada su fácil explicación. En cualquier caso, sólo diré que siempre los pecados son perdonados por los omnipotentes sacerdotes. Ellos son los únicos que pueden
facilitar la redención. Y hablando de pecadillos, fue el propio Bruce quien
apuntó: «En esencia, el JKD no es un arte de masas». Y también: «Los institutos
organizados tienden a producir presos encasillados en un concepto sistemático». Y
ya hemos comentado que cerró sus escuelas. ¿Hace falta ser más explícito?
¿Cómo trata el ser humano convencional el don de la libertad? La mayoría
de las veces con desconcertante apatía, y otras con denodada insuficiencia.
Desde luego es difícil no tener forma; serlo todo y nada a la vez. ¿Un
círculo sin circunferencia? ¡Vamos! La sociedad se mueve con patrones fijos de
conducta. Esquematiza, disecciona, denomina. Una vez aclarado y controlado
podemos trabajar sobre ello. El resto es parecido a la fe, algo intangible que
nos descoloca.
Bruce estudió el comportamiento humano y cómo el hombre tiende a
esclavizar a los de su alrededor, estableciendo una hegemonía de poder y
dependencia. Aplicado a las artes marciales, el maestro y su enseñanza se
convierte en dios y en el camino. Incuestionable, inamovible, las leyes que
gestan se imprimen a fuego en la roca a través de los siglos. Ellos tienen el
poder y tú el dinero para comprarlo. Enseñan sus verdades, pero nunca incitan a
que el alumno las descubra por sí mismo. No crean seres libres, sino
dependientes; y al final, tienen una forma definida y pueden ser etiquetados
sin dificultad alguna. No se ha adelantado nada. Pero, ¿qué podemos esperar de
una sociedad cuya enseñanza es dependiente y cuyos pupilos se dejan arrastrar
por la impersonalidad de las modas, siendo su aspiración parecerse a uno de sus
ídolos? Ser uno mismo resulta tan edificante como inalcanzable, no tener forma
es ciencia ficción. Ser auténticamente libre y no estar atrapado por nada y a
la vez saborearlo todo, es una presunción surrealista. Al referirse a esta
cuestión Bruce emplea el término «instinto gregario».
La mayor parte de lo que nos enseñan sirve, siempre y cuando estemos
entrenándonos de forma exacerbada, pues somos lo que machacamos, y cuando
dejamos de hacerlo todo se diluye en la bruma. Si dejas de beber la pócima
mágica que se vende en los establecimientos recomendados, rápidamente te
convertirás en una nulidad.
Los patrones de enseñanza nunca parecen cambiar. Modelan al individuo por
fuera y no desde el interior. El ejercicio físico, por ejemplo, debería ser la
mínima expresión dentro de una clase de artes marciales. Acondicionamiento y elasticidad deberían
trabajarse paralelamente y ser tratadas como otras áreas, tales como la
musculación. Depender de mucho ejercicio para moverte, se convierte en una carga
añadida, en unas muletas que nunca puedes dejar.
¿Qué es lo que más nos llama la atención cuando vemos a Bruce en
movimiento? Su apabullante rapidez, sin duda.
La velocidad debería ser natural y no adquirida. En lugar de entrenarla a
través de medios mecánicos, con aparatos, lastre, etc. debería enseñarse el
control corporal de distensión y tensión muscular, aprendiendo a relajar las
fibras musculares junto a un buen balance y respiración. Una vez asimilado
nunca se olvida, forma parte de ti, fluye instintivamente y no necesita de gran
dedicación. Y así, un largo etcétera.
La filosofía tras el JKD es también un mundo rico y profundo. Un mosaico
donde convergen sus eclécticas raíces. No sólo se trata de algo adosado al
ámbito marcial. Tan sólo diré que toda ella es aplicable a los ritmos y cambios
de la vida.
A veces tengo la impresión de que los humanos no sabemos muy bien qué
hacer con el legado de Bruce. Tratamos al JKD como un arte marcial más, con
todos los condicionantes a ultranza, obviando además el lado filosófico. Al
final, todo parece quedar reducido a un método de lucha eficaz donde a la
preponderancia de elementos físicos occidentales se le suma la filosofía
oriental.
Gracias a los dioses, existen personas de mente despierta y espíritu
práctico, que contemplan con prístina luz lo que otros ven en tinieblas. En las
espaldas de estos pocos, instructores o no, descansa la responsabilidad de
enseñar correctamente a las siguientes generaciones y a los no nacidos, quién y
qué es Jeet Kune Do y Bruce Lee. Y como no son dadores de la verdad, sino
señaladores de un camino que el alumno debe descubrir por sí mismo, lo
incitarán a que estudien al propio Bruce Lee. Al hacerlo, descubrirán todo el
proceso de cambio y reflexión que marcó a su creador, el cual pronto se dio
cuenta de la imprudencia que conlleva definir cualquier cosa. Toda creación,
queramos o no, implica ofrecer un punto particular a lo ya realizado hasta la
fecha. Como tal, siempre ostenta una personalidad contrastada que lo distingue
del resto; fluye bajo unas creencias —cualesquiera que éstas sean—, ofreciendo
nuevos planteamientos. Y como debe ser nombrado, aún se define más. Es decir,
siempre crearemos un ente con pautas propias. No se puede huir de ello. Quizás
hubiera sido mejor que Bruce hubiera utilizado al menos un nombre mucho más
ambiguo. Algo así como «El camino de la luz verdadera», «El camino del
no-estilo», etc. Al tratarse de un descubrimiento y un desarrollo paulatino, en
el que puedes ampliar, eliminar o modificar conceptos, resulta más complicado
cambiar el nombre de lo creado; por lo cual lo único que podemos hacer es
intentar entender lo que representa ese nombre.
Seguir el mensaje de Bruce, significa que debemos desconfiar de los
dogmas, de las normas rígidas, de lo que no es versátil y moldeable, de todo lo
que no promueva la auto exploración. Jeet Kune Do es sólo un nombre, un camino
que te ayuda e impele a recorrer el tuyo propio. Hay que reiterar que no es un
estilo, ni un método, ni siquiera una buena fórmula. Es sólo un proceso que te
enseña a ser universalista, en lugar de exclusivista; a no adherirte a nada -ni
siquiera a él mismo-, permitiéndote interactuar con todo lo que te rodea, sin
quedarte atrapado por un elemento concreto. Una proyección hacia la pura esencia
del ser, libre de las barreras y ataduras que la vida, las de nuestros congéneres en la
aventura del vivir, y las que nosotros mismos nos imponemos. Porque si nos quedamos
atrapados en el propio JKD no habremos aprendido la importancia de su mensaje.
El proceso que ofrece Bruce utiliza la vía de las artes marciales, pero bien
podría utilizar cualquier otra cosa. Por ejemplo el vuelo. Se trata de que, una
vez aprendas a volar, estés abierto a todos los sistemas de vuelo; que no des
nada por sentado, y experimentes por ti mismo las diferentes fórmulas, sin
quedar encarcelado por ninguna de ellas, pues debes liberarte de todas para
realizar tu propio vuelo. Tú no eres un método particular de vuelo, pues ahora
eres todos y ninguno, puesto que estás como ser humano por encima de los
sistemas. Ahora, tú eres el vuelo.
No podemos llegar al núcleo de todo este conocimiento sin estar liberados
del sedimento que solapamos a nuestra existencia en cuestión de religión,
política, raíces culturales o étnicas, etc. Los propios estilos separan a los
hombres. Cualquier inclinación hacia un punto selectivo nos limitará, condicionando
nuestra perspectiva; y la totalidad se halla dentro de lo que
es absolutamente libre. Sólo desde esta singular postura podremos dar luz y
recibirla sin perjuicio alguno, convirtiéndonos en seres humanos auténticos, revestidos del inefable don de la honestidad. Requisito indispensable para
alcanzar el estado donde los interrogantes son despejados, y todo, incluido el JKD, fluye en paz y
armonía, fruto de una iluminada comprensión.
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