I
LA MIRADA DEL SÁTIRO
El aire expandía el eco de los
sollozos atrapando el silencio de los corredores, quebrando la negrura y el
vacío que almacenaban. El lamento viajaba como una sutil brisa, recorriendo los
pasadizos torpemente iluminados por una desmayada luz, cuyo severo haz apenas
dejaba entrever los pequeños cuerpecillos que se movían entre las brechas de
las paredes, o reptaban por los suelos.
A menudo el mal se esconde,
anidando en silos de abismal profundidad. Allí, éste crece y conspira,
reinventando su grotesca esencia, proyectando su engendro en evos de insondable
maldad. Una atroz pesadilla que los hombres no aciertan a comprender,
justificándola con fríos cálculos y reprobables argumentos.
Sombra entre las sombras, la
más oscura de las almas se movía por el laberinto de terror, guiado por la
mortecina luz de la aceitera en su mano y la lejana desdicha, cuyo desapacible
sonido aceleraba los latidos de su corazón. La figura se movió con deliberada
lentitud entre las tinieblas de los angostos túneles, acercándose a la fuente
de los desventurados gemidos. A punto de entrar en el lóbrego resplandor de la
estancia, se colocó la máscara.
La muchacha contempló la figura
con pánico. Entre aquellas cuatro paredes, la imagen de la aterrorizada y
semidesnuda joven tembló de arriba abajo, retrayéndose hacia el muro a su
espalda. Los eslabones de la cadena, asiendo la argolla en su ensangrentado
tobillo, produjeron un agudo sonido, interrumpiendo el continuo sollozo.
De entre un millón de millones
de lágrimas, éstas eran, sin duda, las más sentidas El rictus de la dorada
máscara se asemejó a la de su portador, que contempló a la frágil y encantadora
joven con verdadero deleite, mientras alargaba hacia ella una escudilla con
algo de sopa fría. La muchacha se apretó aún más contra la piedra. Su llanto
enmudecido había dejado paso al verdadero miedo, trasluciendo una mueca de
terror.
El Sátiro le hizo un ademán,
instándola a comer; pero su petición no tuvo respuesta, y su pie, furioso, se estrelló contra el
suelo, conminándola en silencio. La chica se arrastró torpemente, suplicando.
—¡Por favor, por favor, no me
hagas daño! —imploró con voz quebrada.
Los ojos centellearon tras la
máscara.
—¡No me hagas daño, te lo
suplico! ¡Haré cuanto me pidas! —exclamó entre nuevos sollozos. Sin dejar de
mirar a la impasible figura, sus manos temblorosas se extendieron hacia la
escudilla. Él la miró complacido, saboreando cada uno de aquellos instantes,
contemplando la fragilidad, el desamparo y el dolor de la persona que tenía
bajo su dominio. Y su júbilo era aún mayor cuando alcanzaba aquella cota. El
momento en que, tras el miedo, llegaba la negociación.
—¡Haré todo lo quieras; pero no
me hagas daño! —volvió a pedir la joven, totalmente envarada. Su rostro,
convulso y sucio, miraba a su enmudecido guardián esperando una respuesta.
El Sátiro asintió con la
cabeza, señalando una vez más la comida, y la cautiva se abalanzó sobre ella
con cierta avidez, pues el hambre y la sed atenazaban su cuerpo.
La silenciosa figura estudió a
la chica con verdadero placer, viendo cómo ésta engullía el alimento,
tragándolo con grandes sorbos. Era como ver alimentarse a un simple animal,
hambriento y desesperado; y es que las progresivas vejaciones conducían a un
gradual desmoronamiento de la personalidad; una lenta, inexorable y progresiva
deshumanización, que despojaba a la cautiva de todo sentido moral, abocándola
hacia el instinto más primitivo y primario de todo ser vivo.
Esperó pacientemente que la
muchacha rebañara el contenido de la vasija, admirando lascivamente sus
encantos. Después, se acercó muy despacio. La joven soltó la escudilla y corrió
como pudo a uno de los rincones, seguida por el tintineo de la larga cadena. El
Sátiro agachó la cabeza con visible frustración, ocultando su ansiedad tras la
fría máscara. La frágil muchacha lo observó, asustada.
El enmascarado se movió
pausadamente hacia el arco de luz que proporcionaba la única lámpara de aceite
en la estancia, con el fin de que la cautiva pudiera percatarse de los
utensilios que extraía de una pequeña bolsa. Por un instante, el corazón de la
joven se agolpó en su pecho temiendo algún tipo de tortura, o algo peor. La
figura mostró los diferentes útiles de aseo, pidiéndole que se acercara hasta
ellos. Con paso vacilante la joven caminó hasta una distancia prudencial. Aun
cuando lo hubiera deseado, las piernas no le obedecían. Casi desnuda, e
indefensa, sabía que vivir o morir tan sólo se debía al capricho o interés de
su captor. Era consciente de que su vida pendía de un hilo, y que debía
intentar reprimir el miedo para acceder a los deseos de aquel loco. Su cuerpo,
recién alimentado, le dejaba ahora pensar con un poco más de claridad,
sobreponiéndose al miedo que amenazaba con paralizarla.
Todo su cuerpo se envaró cuando
él la rozó con el paño humedecido, limpiando con mimo y devoción cada uno de los detalles de su rostro
ennegrecido. De vez en cuando paraba, y clavaba sus ojos en la cautiva
estableciendo un mudo diálogo. Fue entonces cuando la joven se percató de los
ligeros temblores de su guardián, adhiriéndose a los suyos. Deseó arrancarle la
infame máscara; pero se contuvo por temor a las terribles represalias, mientras
él parecía adivinar los pensamientos de ella, a la que, evidentemente, tentaba
con dicho acto. Formaba parte del juego.
El atento carcelero dejó correr
sus dedos entre el enmarañado cabello de la hermosa adolescente, frotando
después sus hombros y brazos con el agua perfumada. El aroma del sándalo y el
jazmín impregnaron el maloliente habitáculo, entretanto exploraba el cuerpo de
la muchacha. Su mirada ardiente se demoró en los senos, y la mano izquierda se
deslizó enigmática hacia ellos cabriolando en el aire para, acto seguido,
llenarse con la voluptuosa carne. La pobre no pudo evitar un estremecimiento;
su indefensión era tal, que sintió cómo su integridad se derrumbaba,
asolándola. La pobre rompió en ahogados sollozos, escondiendo el rostro en las
manos. Después, estalló en llanto.
El Sátiro se levantó,
observándola en silencio. Dando media vuelta se encaminó hacia la oscuridad,
dejando a solas a la aterrada joven, la cual se debatía en un mar de angustia
sin precedentes, temiendo por su vida y por los horrores que podrían aguardarle
antes de abandonar el mundo. En medio de aquel suplicio, el aliento le faltaba
y la cabeza le ardía con tales reflexiones. Su desasosiego fue prontamente
interrumpido por el sonido de pasos que llegaba desde el pasadizo, y el
resplandor que les precedía. El corazón le latió apresuradamente cuando la luz
se hizo más viva. El hombre de la máscara reapareció, asiendo entre sus manos
un gran cesto de mimbre. Un pavoroso silencio reinó en la celda consumiendo la
débil entereza de la cautiva, cuya vista se centró en el grandilocuente
movimiento que realizó el enmascarado. La mano desapareció en el cesto,
quedando en suspenso, creando una mayor expectación y terror en la joven.
Un bulto rodó hasta ella.
Los ojos desencajados de la
muchacha se sumaron al grito de horror que brotó de su garganta, entretanto los
del Sátiro vibraban con malévola lujuria. Una mirada maligna y anhelante que
palpitaba en sus aceradas sienes, desbordándolo con un deseo tan vehemente,
como incontrolado. Presa de una loca histeria que anunciaba la pérdida del
sentido, la cautiva se llenó de temblores, vomitando la escasa comida de sus
entrañas.
Totalmente excitado por el
paroxismo de la adolescente, el Sátiro se acercó, y levantando la apergaminada
cabeza, la puso frente a las narices de la joven, restregando las consumidas y
amoratadas facciones contra ella. Acto seguido, la asió por los cabellos y la
enfrentó con el monstruoso trofeo. Aquellos dos rostros que parecían mirarse,
dilataron las pupilas del hombre, proporcionándole un gozo indescriptible. El
cénit de su fantasía descansaba en aquella terrible visión: lo joven y lo
consumido; la hermosura y la fealdad; la vida y la muerte.
La muchacha cayó exánime.
La luz de la aceitera parpadeó,
como si el mismísimo fuego rehuyera el halo de maldad que asfixiaba la vida en
aquel recinto. A punto de extinguirse, la llama renació, dorando las paredes
sobre las que se proyectaba la sombra de la locura.
El deseo desatado fustigaba el
alma hambrienta y aborrecible de un demonio, cuya gran perversidad abonaba la
violencia de sus inconfesas pasiones. Totalmente ebrio por el venenoso elixir
que emponzoñaba sus venas, arrastró a la muchacha hasta el claro de luz,
examinándola atentamente. Deseaba retener aquella imagen bondadosa, antes de
profanarla: el cabello ondulante y claro; la suave compostura de los hombros,
que parecía amar la esbeltez del estilizado cuello. Las orejas, menudas y
coquetas.
Despejando la frente, admiró
los relajados y admirables rasgos: los sobresalientes pómulos, ligeramente
anchos y firmes; la bien formada mandíbula, enérgica y la vez delicada,
aspirante a los respetos mundanos; la justa nariz, señoreando sobre los
suculentos y sonrojados labios; los firmes pechos, apuntando con su pezones al
techo parpadeante. Después bajó hacia el talle, introduciéndose a renglón
seguido entre las blancas piernas, buscando el sexo que desfloró con la mirada.
Era un acto de sublimación, más allá del sentido estrictamente físico o carnal.
Al menos, así lo creía el hediondo lupanar de su conciencia.
Sabía que los jóvenes se
afianzaban con más fuerza a la vida. Probablemente porque tenían más cosas que
perder. ¡Y eran tan bellos! Cuanto mayor era la hermosura y la inocencia, más
le gustaba corromperla y marchitarla. Le fascinaba la putridez de lo que,
momentos antes, era todo vida y belleza.
El cuerpo de la muchacha vibró,
volviendo en sí. Había llegado la hora del éxtasis. Aquellos momentos eran lo
mejor de todo el proceso; aunque era cierto que se relamía con cada aspecto de
la obra: una pieza en tres actos. El primero versaba sobre la elección y
estudio de la víctima elegida; algo que solía conmoverle, por ése sentido de la
fatalidad que dictamina el futuro de alguien, totalmente ajeno a los cruciales
designios que se ciernen sobre él. El segundo trazaba los aspectos más
delicados del rapto. No se trataba del algo burdo y sin gusto, sino de
sutileza; sin dejar cabos sueltos, ni pistas. El tercero era el de mayor
dramatismo, donde la obra mostraba toda su pasión. En este acto, lo que venía a
llamar «el crepúsculo de la sensualidad», desbordaba un grandilocuente y
generoso compromiso con el sentido total de la trama.
—No, por favor… no me mates —La
voz de la muchacha era tan débil como su esperanza de vida.
Un afilado cuchillo apareció en
la mano derecha del Sátiro. Aterrada y sin aliento, la hermosa joven apenas
pudo lanzar un grito, ahogándose en su propio llanto.
Aquel instante era el mejor de
todos para el verdugo, cuando, estando completamente aterrados y al borde de su
inminente muerte, imploraban constantemente por su vida. Cuanto más le
suplicaban, más y más tenebrosas se volvían sus ideas. Así que la abofeteó
repetidas veces. A medida que recibía los golpes, los gritos y lloriqueos
fueron tornándose en débiles balbuceos. La muchacha, presintiendo el final,
dejó escapar un último lamento entre sus retorcidos labios, mientras alzaba una
de sus manos hacia la máscara de su implacable verdugo.
El hombre dejó de golpearla,
mirando el orín en el suelo. Dudó unos instantes, analizando la crudeza del
castigo. No deseaba que el bello semblante quedara irreconocible después de
completar su obra. Uno de los ojos amenazaba cerrarse a causa de la hinchazón
del pómulo, y la nariz y la boca sangraban, anegando la garganta de la joven.
Por un momento el despiadado agresor pareció compadecerse de su indefensa
víctima, limpiando con una tela el rostro tumefacto de la muchacha. Fue
entonces cuando le alzó la cabeza para que pudiera ver cómo se quitaba la
máscara. Los ojos, enturbiados por la roja niebla y el dolor, alcanzaron a
mostrar una patente sorpresa y desconcierto en la joven; algo que no duró
mucho, porque el inminente final se reflejaba claramente en la mirada del
asesino. Éste pudo haber mostrado piedad con un golpe rápido y certero; en su
lugar, mostró a la joven el filo del cuchillo, que acercó con gran lentitud
hasta su garganta.
Al sentir la hoja, la muchacha
cerró los ojos.
La voraz mirada del verdugo
estaba completamente centrada y extasiada, analizando cada gesto del rostro
contraído por el dolor, mientras cortaba lentamente abriendo una profunda
brecha en el cuello, de la que manó abundante sangre. El rostro impasible
contempló los convulsivos estremecimientos de la joven y su corta agonía,
expuesta en el inmenso vacío que reflejó sus ojos sin vida.
Durante un tiempo quedó quieto
y en silencio, contemplando la perturbadora escena final, la cual siempre
turbaba su ánimo, pues el espectáculo sobrepasaba toda capacidad de
asimilación, estando convencido de que no existía experiencia equiparable en la
vida. Un goce intenso humedecía su entrepierna, mostrando la unión del espíritu
y la carne.
Ahora le sobrevendría un
período de necesitado descanso, antes de acometer el siguiente proyecto.
Cualquier genio necesita relajarse con el fin de mantener el pulso de su arte.
Una mente sobrecargada y en constante creatividad está condenada al
agotamiento, debilitando el ingenio. Las buenas obras requieren espacio y
tiempo; un cierto distanciamiento y aislamiento, en relación con sus
predecesoras. Claro está, que sus amigos siempre podían requerirlo, y en el
débito descansaba su incapacidad para negarles cualquier cosa que le pidieran.
De cualquier forma, se trataba de cosas bien distintas; y él aún no había
terminado. Todavía le aguardaba el gran premio final, donde podría ejercitar
sus grandes dotes creativas con trazo firme y artístico. Una vida perfecta, en
una ciudad perfecta, pensó. Los dioses deberían estar complacidos al otorgarle
una urbe como aquella, llena de gentes de variada condición. Lugar de paso para
muchos; rica, o humilde residencia para otros, y de grata especulación para la
mayoría, Delos era una perla entre el coral. La fuente idónea en la que saciar
la sed, perlando las emociones entre aguas cristalinas; el vergel al que
siempre aspiró, lleno de jóvenes dulces y sensuales, cargadas de vida.
Miró el cuerpo tibio y sin vida
junto a él, estudiando cada detalle de su textura, arrobado por lo que poco
antes era un mundo repleto de emociones, sintiendo cómo la carne de su bajo
vientre despertaba una vez más, incitándole con el silencioso y pujante
pálpito.
Las sombras parecían demorarse
a su paso, achicándose ante su dueño. Éste se encontraba más confortado y
seguro entre las vacías tinieblas, a pesar del esfuerzo que suponía arrastrar
el cadáver entre los estrechos corredores. Seguro de sí, y alentado por su
próximo quehacer, alcanzó un recodo, tras el que se abría un largo tramo de
viejos y húmedos escalones hundiéndose en los mismísimos infiernos.
Con mucho cuidado colocó el
cuerpo sobre la rudimentaria mesa, cimentada sobre el pináculo de sus pasiones.
Aquel lugar, repugnante y maloliente, constituía su templo personal, en medio
de olvidadas profundidades.
Desnudó lentamente a la joven y
limpió cuidadosamente la sangre, lavando cada centímetro de la blanquecina
piel. Después peinó los cabellos y acercó hasta la mesa un afilado
instrumental, destinado a seccionar la carne, los huesos y tendones. De una
vieja alacena extrajo un pliego, rebuscando entre los dibujos; horribles
metáforas de un alma consumida por el mal. Pronto, un nuevo bosquejo tomó
forma, reflejando lo que él veía en el cuerpo sin vida de la muchacha; en la
sangre que ya se enfriaba en las venas, acerando la textura, esculpiendo sobre
la rigidez recién comenzada, crispando las manos sin vida. Un corazón que había
olvidado sus latidos, creando una inmediata descomposición. Su percepción de la
belleza de la joven fue sustituida por la imagen del cadáver, frío y repugnante
que tenía ante sí, embargándolo de emoción.
Cuando completó el dibujo su
mirada buscó la analogía con el sentir, posando la vista sobre los huesos
insepultos y los restos, horriblemente mutilados, que yacían por los rincones.
Vestigios de individuos que habían dejado de ser humanos, para convertirse en
materia nauseabunda.
Aspirando el fétido aroma, se
acercó a los afilados estiletes, dispuesto a consumar el ciclo. El frío rostro,
contorsionado por la muerte, le produjo una cierta desazón. Tal vez no guardó
la debida prudencia con los golpes. No deseaba una cara descompuesta. Le
gustaba arrebatar la belleza de forma más delicada; pero había sido tan
hermosa, que sus manos se lanzaron frenéticamente hacia ella, sin poder
evitarlo. Malhumorado por su proceder, sajó el pómulo y el párpado, en un
intento porque recobraran el aspecto original, rebajando la hinchazón. Sus
desvelos no fructificaron, por lo que hubo de templar sus nervios, antes de
acometer la ardua tarea.
En cada ocasión, acrecentar la
originalidad era un impuesto. Normalmente solía amputar primero las
extremidades, dejando la cabeza para el final. No le gustaba diseñar sobre
cadáveres sin personalidad. Mientras conservara las cabezas en su sitio, tenía
la sensación de no hallarse ante objetos inanimados. Miró una vez más a la joven
y, acercándose al rostro, entrelazó el pozo llameante de sus ardientes ojos con
las pupilas sin vida, besando tiernamente los resecos y amoratados labios.
El día era gris y complaciente.
Las gentes le saludaban al paso, obteniendo una respuesta sucinta e indolente
que, al parecer, les era suficiente. El viejo aroma del mar se mezclaba con los
olores propios de la ciudad, transformando el bullicio de los mercaderes en
algo exótico y pujante. Sobre el techo del mundo los rayos desmayados y
lóbregos del sol intentaban abrirse paso, dorando los contornos de las nubes.
Paseó con aire distendido por
los aledaños del puerto, entre mercancías y tenderetes, arropados entre el
correteo risueño de los niños. El inmenso azul extendía sus alas hasta el
infinito, hacia un mundo apenas esbozado, cautivando su ardiente imaginación.
Una intensa y fría corriente de aire agitó sus ropas, al mismo tiempo que
algunos tímidos haces de luz perforaron los inconsistentes nubarrones. En aquel
preciso instante, una voz a sus espaldas cinceló un saludo luminoso. Al
volverse, la cautivadora sonrisa de la aguadora le supuso una consternación,
inflamando su pecho. La luz renacida reavivó sus inquietudes, que se deslizaron
sobre el mar ondulante de la bahía; un manto verde que se adosaba al color de
los ojos que tenía ante sí.
PERSONAJES
QUE SE CITAN EN LA OBRA
Agelasta: madre
de Tiberio Sicinio.
Alma: esclava
de la casa de Tiberio Sicinio.
Androcles: médico,
amigo personal de Aristarco.
Aristarco de Alejandría: investigador griego, oriundo de Samos.
Castor: joven
criado de la casa de Aristarco de Alejandría.
Dorian: amante
y compañero de Maela.
Enogad: druida
de Britania, que participó en el caso del chacal.
Ganímedes: criado
de la casa de Aristarco, hermano de Lisandro.
Glauco: comerciante
griego de la isla de Delos.
Graxímedes: sobrenombre
que utiliza Graco ocultando su origen.
Heráclides:
escultor, amigo personal de Aristarco.
Khalil: miembro
fenicio de la liga de los Poseidoniastas.
Leda:
hetera, regente de una de las Casas de Placer en Delos.
Lépido: criado
personal de Tiberio Sicinio.
Letondón: joven
celtíbero que participó en el caso de Numantia.
Licas: regente
de unos de los prostíbulos del barrio portuario.
Lisandro: criado
de la casa de Aristarco, hermano de Ganímedes.
Lucio Valerio: plebeyo
romano, influyente comerciante en Delos.
Lúculo: comerciante
romano, tratante de esclavos.
Maela: hechicera
de Numantia y apasionado amor de Graco.
Mae Ling: regente
de la Casa de la Colina en Delos.
Nahum de Berytus: armador sirio de la liga de los Poseidoniastas.
Nereo: navegante
y capitán griego, amigo de Maela.
Néstor: viticultor,
amigo personal de Aristarco.
Orestes: rico
y excéntrico griego, famoso en Delos.
Pompilio: armador,
amigo personal de Aristarco.
Príestes: sirviente
personal de Aristarco y capataz de su hacienda.
Proculo: patricio
romano, esposo de Rutila.
Publio Cornelio Escipión: famoso cónsul, y primo de Graco.
Rutila: amiga
de Tiberio Sicinio.
Silo: comerciante
romano.
Tarsicio: maestro,
amigo íntimo de Aristarco.
Tarsila: esposa
de Glauco.
Telémaco: criado
personal de Orestes.
Tiberio Sempronio Graco: famoso tribuno, amigo de Aritarco.
Tiberio Sicinio: poderoso patricio y comerciante en Delos.
Trifón: luchador,
campeón de pankration.
Yazir: armador
sirio.
Yuan Mei: joven
sirvienta de Mae Ling.
Aterrador aperitivo del suculento manjar del resto de capítulos. Estoy deseando tenerlo en mis manos.
ResponderEliminarEnhorabuena, no puedo expresarlo de otra forma. Tu narrativa y tu obra va avanzando de forma espectacular, a ver si me das alguna clase para mi primera novela... Un abrazo.
ResponderEliminar