«Si no cambiamos nuestros patrones
de pensamiento, no vamos a poder resolver los problemas que hemos creado con
nuestros actuales patrones de pensamiento».
Albert
Einstein
El hombre nace sincero y muere mentiroso. Ésta es una gran singularidad,
sin duda. El proceso es a menudo consciente, pero otras no lo es tanto. Porque muchas son las ocasiones en las que
nos mentimos de tal forma, que terminamos por convencernos que la falacia no es
tal. Enterramos la verdad en lo más profundo, y echamos la llave. Y es que
solemos aspirar a esa felicidad que sólo es posible alcanzar con la inocencia.
Queremos ser felices y no deseamos que el cielo se tiña de rojo.
Pocas veces un entusiasta demostrado de Bruce Lee se asomará al abismo de
su pasión y la mirará directamente a los ojos. Por dicha razón, ninguno
escribirá lo que voy a exponer a continuación. Esto guarda estrecha relación
con lo que el protagonista de mis novelas, Aristarco de Alejandría, suele
esgrimir: que todo análisis devenido a través del filtro de las emociones no es
fiable, pues cuando el investigador se involucra emocionalmente con el objeto
de su estudio, el filtro creado desvirtúa la conclusión final. Y es que, para
ser totalmente objetivo, hay que separar una cosa de la otra.
He leído en mi vida muchos ensayos sobre la vidas de ilustres personajes,
y siempre los más valorados eran los que se exponían desde la imparcialidad, no
por los simpatizantes y entusiastas del personaje en cuestión. En estos
trabajos siempre redunda la alabanza desmesurada del individuo, y cualquier
punto negativo, o bien no es tratado, o bien es modelado con la pluma del eufemismo.
Por dicho motivo, no son pocos los escritos subjetivos entorno a Bruce Lee. De
ellos aprendemos bien poco, a excepción de un cuantioso anecdotario, que
siempre satisface a muchos.
Lo más importante que tiene el ser humano es la vida. Es su posesión más
valiosa. Perderla a edad temprana es trágico. Pero yo aquí deseo hablar de cómo
la parca alcanzó a Bruce Lee, y las connotaciones que se derivan de un hecho
tan cruento. En cierto modo, podríamos argüir que, al final, Bruce Lee fue
derrotado por el propio Bruce Lee. Y si alguno de los fundamentalistas
brucelianos opugna algo en contra, baste con decir que a día de hoy los
expertos coinciden en que nuestro mito favorito sufrió lo que ahora conocemos
como Sudep, o «muerte súbita», provocada básicamente por estrés y
sobreentrenamiento. Y ahora sí he puesto el dedo en la llaga.
¿Cómo debería tratarse la derrota de un hombre que pagó con su vida la
osadía de no llevar a cabo una buena filosofía existencial, a pesar de ser
consciente de ella? ¿Y qué opinión debería merecernos los que siguen la
filosofía de un individuo que se inmoló a sí mismo en aras de un sueño?
Resulta ominoso visto así; sin embargo existen fuertes atenuantes. Y aquí
deberíamos recordar la percepción de Bruce Lee sobre «la totalidad», en cuanto
que las partes aisladas de algo, por más fuertes y convincentes que se presenten,
no son «la realidad» y por lo tanto debemos estar atentos a este importante
hecho. Pero para ser capaces de ver el conjunto, tenemos que ser objetivos y darnos
cuenta de lo que perdió Bruce Lee con su postura. De haber vivido habría
saboreado las mieles de su esfuerzo; hubiera hecho buenas películas, escritos
libros y redondeado su querido JKD. Y en el ámbito personal, habría visto
crecer a sus hijos, rodeado de su familia y amigos. Ningún hombre en su sano juicio renunciaría a todo
ello, más el resto de placeres que depara la vida, cercenándola a los treinta y
dos años, a cambio de convertirse en un mito. Algo, que, por otra parte, a él
no le hubiera agradado lo más mínimo.
Y ahora, dejando atrás la cruda realidad, por más que se nos atragante,
veamos que no todo ofrece un mismo rostro ceñudo. Las filosofías que amaba
Bruce y que destiló muy hábilmente para nosotros, son altamente positivas.
Gracias a ellas, él y algunos de nosotros, alcanzamos orillas llenas de
fragante vegetación. El que en su vida, las circunstancias lo atraparan
trágicamente, no quiere decir que esos mensajes sean irreales o funestos. Al
contrario, son positivos y él señaló un camino viable hacia ellos.
Su percepción de las artes marciales es única y adelantada a su época.
Nos ha dejado las directrices para alcanzar la libertad a través de ellas, y no
dejarnos engañar por las torpezas de unos y otros, anclados en postulados
mercaderes y caducos. Decía: «Recuerda
bien que «el arte» vive allí donde se encuentra la libertad absoluta. Al fin y
al cabo, «el arte» es un medio para adquirir libertad personal». Esto lo
dice todo. Y, a través del postulado nos enseña que para ser nosotros mismos
debemos interrogar, buscar y aprender, sin aceptar las cosas preestablecidas.
Para hacerlo hay que tener un espíritu renuente y autodidacta como el suyo.
Después tenemos sus películas, filmaciones, material fotográfico, y
escritos, todos de gran valía para el que sabe bucear en el pasado, a modo de
vigoroso arqueólogo desentrañando los enigmas habidos.
Y, para finalizar, hasta con su muerte nos ejemplariza, advirtiéndonos en
qué lugar discurre la línea que demarca nuestras limitaciones como seres
humanos. «El que cede puede vencer cualquier cosa superior a él; su fuerza no
tiene límites. Debemos estar en armonía con la fuerza del adversario, y no en
estado de rebelión contra ella», decía Bruce. Y esto debemos aplicarlo a la
propia fuerza de la existencia, ante la cual a veces debemos ceder para no ser
arrastrados por una poderosa y omnipotente entidad. La siguiente frase suya
adquiere ahora tintes dramáticos: «El rigor inflexible es compañero de la
muerte, y la blandura que cede es compañera de la vida». Él no quiso ceder, y
se quebró un lejano día de mil novecientos setenta y tres.
«Terco, como una acémila», diría Graco, el experto luchador y compañero
de fatigas de Aristarco.
Me tengo como algo más que un admirador de Bruce Lee; pero ello no es
óbice para que deje de contemplar la realidad y ponga un atado a mis ojos. No
obstante, el rigor impermeable y enfático con el que desvelo la verdad, no
obstaculiza mi tremendo cariño por él. Todo lo contrario, me hace verlo con más
sentimiento, si cabe, pues veo en su humanidad, la mía.
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